Ocurrió en un retiro espiritual. Yo debía de tener diecinueve o veinte años. En la Misa, en el momento de comulgar, el jesuita que nos acompañaba nos dio nachos. Sí, sí, nachos, Doritos, totopos. Me pasé una época indignado, mucho antes del 15M, porque no se pueden perder así las formas —en este caso, también literalmente. Afortunadamente, estas originalidades ni eran ni mucho menos son habituales en mi apreciada Compañía de Jesús, pero me he acordado de aquel episodio a raíz de la última carta apostólica del Papa, Desiderio desideravi (Ardientemente he deseado), sobre la formación litúrgica del pueblo de Dios.

En un texto precioso, Francisco nos anima a los católicos a «redescubrir, custodiar y vivir la verdad y la fuerza de la celebración cristiana». Si queremos garantizar la «posibilidad de encuentro con el Señor Jesús» —recuerda—, hay que cuidar desde el espacio hasta el tiempo que empleamos, pasando por los gestos, las palabras, las vestiduras o la música… Algo que no significa absolutizar los aspectos formales ni pasarse al extremo contrario, como hizo aquel jesuita, ni confundir «lo sencillo con una dejadez banal» o ir de creativos. Se trata de ser conscientes de que la liturgia ayuda a vivir lo esencial. Y esto puede hacer mucho bien a cualquier comunidad humana, haya creyentes o no.

Para ilustrarlo, en primer lugar, voy a retrotraerme al lejano julio de 2011. En una sesión de control al Gobierno, el entonces presidente del Congreso, José Bono, reprochó al entonces ministro de Industria, Miguel Sebastián, que fuera sin corbata. Él contó la milonga de que era por «eficiencia energética» y de aquellos polvos, estos lodos. Luego llegaron todo tipo de camisetas y camisetillas, que a su vez provocaran un empobrecimiento del debate público. Porque uno empieza yendo en camiseta a la sede de la soberanía nacional y luego se permite subir a la tribuna de oradores con una impresora o cualquier cachivache; después pasa a tutear a la tercera autoridad del Estado y acaba insultando al adversario en un teatrillo que, al final, es un insulto a la inteligencia de los representados.

Visto lo visto, a veces me dan ganas de plantarme en la carrera de San Jerónimo con un par de colegas bien trajeados. Seguro que el amigo de un amigo nos haría un hueco en la tribuna de invitados. Llegado el momento, durante alguna intervención de esas que producen auténtico sonrojo, nos levantaríamos al grito de «¡Devuélvannos las corbatas!», o con pancartas tipo «¡Fuera camisetas de nuestros escaños!» o «Un diputado, una ducha». Podríamos ser los Suitmen, que suena parecido a las Femen e igual de combativo, aunque quizá menos resiliente e inclusivo.

En segundo lugar, ahora que está tan de moda escribir de temas personales, voy a abrirles las puertas de mi casa. En mi familia, como en todas, cuecen habas, pero también somos muy de celebrar las cosas unidos: cumpleaños, santos, días de Reyes… Por ejemplo, a fuerza de cenar en la víspera de san Rodrigo, mis hermanos ya saben que me tienen que felicitar el 13 de marzo, y reconozco que la mañana del 6 de enero sigo sintiéndome como un niño. Con independencia de los regalos —que ahora disfruto haciendo más que recibiendo—, me encanta que nos reunamos todos en casa de mis padres y sigamos una especie de ritual propio.

Cuando apenas ha salido el sol, mis sobrinos ya andan revolucionados. Se calman unos segundos mientras nos colocamos en fila, del menor al mayor, para entrar en el cuarto de estar. Al abrir la puerta, los pequeños se lanzan a por sus paquetes, asumiendo que han debido de portarse mejor de lo que creían, y otros miramos por el rabillo del ojo la reacción del de al lado. Entre risas y agradecimientos, comentamos la ilusión que nos hace tal libro o lo útil que va a resultar tal aparato. Entonces, abiertos los detalles y detallazos, nos apretamos en la mesa del desayuno; hay abundante café y varios roscones con y sin nata. Ese mismo día vamos a Misa y comemos también juntos. Es nuestra manera de celebrar que el Niño ha nacido, que estamos vivos, que nos queremos, que somos una familia…

Aunque tengo pendiente el libro de Byung-Chul Han, entiendo que los rituales —en sentido amplio— están para subrayar que lo que hacemos y vivimos es importante, que necesita ser preservado, y así encarar mejor el futuro. Entiendo también que, por mucho que algunos enarbolen la bandera de la libertad o la pura comodidad, al suprimirlos lo único que hacemos es relativizar lo que de verdad importa. Sin formas ni normas se rompen vínculos, se destrozan instituciones y, en no pocas ocasiones, algunos espabilados acaban elevando a religión lo que no debería ser más que una anécdota. Si queremos evitarlo, ¡no dejemos de celebrar ni de cuidar la liturgia!