Se da a veces en algunas realidades eclesiales una extraña tendencia, una cierta inclinación —casi que desviación me atrevería a llamar— a presentar, representar y hasta vivir la fe desde una especie de buenismo edulcorado y blandito, happy y flower power. Es una forma de entender el cristianismo como fuente de bienestar emocional, de subidón de felicidad, que evita mirar la hondura de la vida en todo su realismo de dolor, sufrimiento y muerte. Piensa que Dios es casi que un mago, una energía, que está ahí para hacernos felices al modo como entiende el mundo la felicidad claro —bienestar, risas, abracitos, algodones, comodidad, entretenimiento—, un cristianismo Mr. Wonderful de frases, colores rositas, miradas arrobadas, lágrimas y emociones a flor de piel.

Una especie de cristianismo muy de los diminutivos. La Navidad tiene mucho de esa tentación, con lo de un bebecito, las mantitas, los regalitos y el niñito Jesusito. Los tópicos de chimenea, familia unida, jerséis calentitos y demás. Es como cuando la gente a las religiosas contemplativas las llama «monjitas». Como cuando se enseña que Jesús es tan solo tu amiguito. Que María era una adolescente risueña y algo tontorrona, muy mona ella. Los subidones esos de retiros de fin de semana con las compis del colegio mayor, con el niño o la niña mona que te gusta, y que Dios viene a regalarte. Hay caminos y no hay problemas, que Dios viene a solucionarlo todo. Hace chas y ya.

Y no se piense que es sólo de este tiempo, aunque obviamente está más presente que en otros. Sólo hace falta mirar a según qué tipo de imágenes y representaciones decimonónicas (pastorcillas, sagrados corazones, san josés con niñitos, etc.) para ver que es algo muy de un cristianismo burgués y acomodaticio. Ya lo fustigó Leon Bloy en su momento como blando, falso, superficial e irreal. Cristianismo de diminutivos, Mr. Wonderful y burgués.

Pero mal se sostiene eso cuando se está frente a la cruz. Poco encaje tiene cuando el mismo Jesucristo, el Hijo de Dios, llora sangre por miedo. Cuando no sólo tu amigo es el que te traiciona con el peor gesto posible, el del cariño, sino que todos los demás amigos que se han declarado sus discípulos lo abandonan. Lo dejan solo. Terriblemente solo. Cuando es humillado, vejado y torturado. De palabra primero, con una farsa de juicio en el que va de uno a otro, sin el más mínimo respeto a ley ni humana ni divina, con insultos, manipulaciones, risotadas. Pero sobre todo de obra. Golpes, escupitajos, puñetazos. Y va in crescendo. Azotes con látigos y púas, zarzas clavadas en la cara. Cuando lo desnudan y lo apalean y se ríen humillándole delante de todos. Cuando se reparten lo poco que tiene a suertes. Cuando le hacen cargar con su propio suplicio por las calles, un madero brutal y grueso de unos 30 kilos que pesa como toneladas por la pérdida de sangre, bajo los insultos y las risas de la canalla que siempre se apresta a estos espectáculos, tirándole piedras, niños que corren y le golpean entre risas. Y la mirada de una Madre que llora. El dolor propio y el dolor que causa el dolor. Y la cruz. Clavos que perforan las muñecas y los tobillos. Levantar la cruz, encajarla, el golpe, el peso, el ahogamiento. Los músculos desgarrándose. Los pulmones que no cogen bien aire. No se puede casi articular palabra. La garganta seca, la sed que quema. Los minutos y las horas eternas. La muerte.

Menos mal que llega la Semana Santa para recordarnos lo esencial del cristianismo. Que Jesús de Nazaret, Dios y Hombre verdadero, por amor a la humanidad murió torturado en la cruz para traer la salvación al mundo, y que al tercer día Dios lo resucitó de entre los muertos por amor.

Nos trae año a año la memoria del centro de nuestra fe. Nos permite rememorar la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, el Cristo. Y nos recuerda que poco tiene que ver con Mr. Wonderful, lo burgués y los diminutivos.

La Semana Santa nos ayuda a vincularnos con el origen de nuestra fe, un origen que aun cargado de símbolos y relecturas, no es mítico ni fuera del tiempo. Un origen que, siendo concreto e histórico, a la vez continúa más allá de su tiempo. Hasta hoy. Rememoramos, actualizamos un momento y un tiempo histórico real, una presencia histórica real y concreta que vivió unos acontecimientos concretos y reales, pero que se prolongan en la historia como ondas en un lago que nunca se agotan. Que continúan hoy mostrándonos quién es Jesús (el Hijo de Dios encarnado), por qué murió (por el pecado del hombre), para qué murió (para la salvación del mundo), y quién podemos ser nosotros si le miramos (santos, es decir, humanos de verdad).

Desde la fe sabemos que los acontecimientos que celebramos tienen un valor eterno, pues era el mismo Hijo de Dios, que había entrado en la historia, el que se entregaba. Aquellos acontecimientos trascienden el mismo tiempo para recorrer la historia humana que fue, que es y que será. Lo que allí sucedió, en un determinado momento real e histórico, nos sostiene a nosotros en el tiempo y en nuestra propia historia. En la muerte de Cristo estamos todos clavados. En la resurrección de Cristo estamos todos resucitando. Igual que la Pascua Judía rememora la liberación de Egipto en el Éxodo, en la que se prefigura la liberación de la muerte y el pecado de la Pasión de Cristo, rememoramos el origen de nuestra salvación. Y sus efectos.

El Jueves Santo, la Eucaristía, la entrega, el Sacramento, el Sacerdocio, el servicio mostrado en el lavatorio de pies, el amor entregado, derramado, hecho servicio. Hasta la muerte. El Viernes Santo, la tortura, la sangre, el suplicio, el dolor, el odio, el sufrimiento, el fracaso. La muerte. El Sábado Santo, el silencio, el vacío, el sinsentido, la negrura. La espera. La esperanza.

En ellos hay enseñanzas para la vida, para toda vida. Mandamiento de amor. Ejemplo y lecciones para cómo vivir. Pero hay mucho más. Detrás de todo ello está la esperanza. La fe. El amor. En un Dios que sólo puede amar. Que por amor a los hombres decidió no sólo hacerse un hombre, para mostrar su rostro, para darse él en su mensaje de buena nueva, sino que amó hasta el extremo de entregarse a la muerte por nuestra liberación.

Pero, ¿liberarnos de qué? ¿Salvarnos de qué? Demasiadas veces nuestro mundo se hace esa pregunta. Pensando que de nada tiene que ser salvado ni liberado. Liberar y salvar suenan en nuestro mundo como si estuviésemos ante un inminente peligro de catástrofe, de naufragio, de incendio o de algo así. Y el mundo no lo ve.

La realidad es a la vez más prosaica y más profunda. Liberar, salvar, plenificar llevan parejos quitar lo que estorba a la persona en su camino de vida —el pecado—, pero es mucho más. La liberación, la salvación que nos brinda la entrega del Nazareno no es exclusivamente la del pecado y la condenación, como Lutero pudo entender al modo de rescate, como quizás en la historia se ha hecho más hincapié, aunque desde luego pase por sanar todo lo roto y enfermo, por traernos el Perdón. Pero es más. Mucho más. Dios siempre es más. Mucho más. Y por ahí hay que caminar si queremos evitar la catástrofe. O si queremos paliarla. Porque todo apuntaría a que el naufragio ha llegado. Además del perdón, nos trae la liberación y la posibilidad.

La salvación que a precio de sangre nos trae Cristo nos libera de todo lo que no nos deja crecer, desarrollarnos y humanizarnos. Personal y socialmente, que la fe tiene su dimensión pública y política ineludible. Liberarnos del miedo, de la muerte, del sinsentido. Pero salvarnos es también ofrecernos la posibilidad de ser mejores, ser más, ser quienes podemos ser, ser santos, ser hombres. La posibilidad de convertirnos en quien Dios piensa que podemos ser. La posibilidad de que nuestra vida, personal y social, se llene realmente de vida, de tener la vida que Dios quiere para la humanidad. La posibilidad del bien, de la belleza, de la justicia. Del amor. Y ello por medio de la salvación. De la esperanza, la fe y el amor. De la gracia.

La experiencia de quedar abandonados y huérfanos, la experiencia del dolor, del sinsentido, del fracaso, del sufrimiento, de la muerte acompañan en algún momento toda vida humana. La muerte es la única certeza que tenemos los seres humanos sobre nuestra vida. No sabemos al nacer qué seremos, qué haremos ni cómo será nuestro tiempo en este mundo… salvo que lo dejaremos. Nosotros y todos los que queremos y nos quieren. No querer mirar esa única certeza es uno de los tabúes de nuestro mundo, que se empeña en engañarse imaginando su vida como un camino de alegrías y comodidades perpetuas, sin querer ver esa sombra certera que sobrevuela siempre nuestra existencia. Y no solamente nuestra muerte física y última, sino cada una de esas muertes que aparecen en nuestra vida en forma de fracasos, de malas elecciones, de errores, de sufrimientos recibidos y provocados, de pecados cometidos, de heridas y traiciones dadas y recibidas. La muerte como realidad humana que nos acompaña a cada vuelta del camino de la vida.

¿Cómo convivir con esa realidad? Ignorarla, como por regla general hacemos, nos hace vivir menos, con menos realidad, con menos densidad. No se trata tampoco de vivir en un perpetuo memento mori, pero sí se trata de no ignorar que el sufrimiento es parte de la vida humana. No se trata de buscar y perseguir el dolor, como quizás una falsa espiritualidad histórica propuso en algún momento, pero sí se trata de que cuando llegue —siempre llega—, sepamos afrontarlo, sostenerlo, aceptarlo, acogerlo, integrarlo. Para que sobre él, con él, crezcamos a más vida, a más humanidad, a más compasión. Solo muriendo, se puede resucitar.

La entrega de la vida por amor que hace Jesús sin buscar recompensa ninguna, aceptándola y asumiéndola como consecuencia de una vida entregada, es una enseñanza de cómo acoger nuestras propias muertes: en la confianza del amor, en la fe de que Dios no nos deja nunca, en la esperanza de tener más vida, aunque sólo nos sostenga en esa esperanza un crucificado, en la esperanza de que Dios nos ama mucho más de lo que merecemos, de que Él ama, aunque nosotros no sepamos amar.

Porque no termina en la muerte la historia. No tiene la muerte la última palabra. Sabemos que tras la Pasión llega la Resurrección. Es imposible que el sinsentido termine venciendo. Dios es un Dios de vivos, no de muertos. Aunque en medio cada uno viva sus propias muertes, fracasos, sufrimientos, humillaciones y dolores, Dios camina a nuestro lado en cada uno de ellas, porque Él las vivió antes. Y nos asegura que la vida vence a la muerte. Que en la Resurrección de Cristo está la posibilidad de la vida nueva siempre ante nosotros. Que hay que mantener siempre la esperanza. Y la fe. Y el amor.

La Resurrección nos habla de la experiencia de la vida y de la salvación, de la esperanza sobre todo dolor y sobre toda injusticia. El encuentro con el Resucitado de la Pascua, como a los apóstoles y a María Magdalena, nos abre los ojos para ver la realidad de la existencia desde otra perspectiva, es capaz de transformar nuestra manera de mirar y ver, nuestra manera de estar, nuestra manera de vivir. La Resurrección tiene la capacidad de transformar nuestra vida, para llenarla de verdadera vida. Para que vivamos desde el verdadero amor.

Y es una promesa, desde luego, de que no sólo de las muertes de toda vida se resucita, sino que también de la Muerte, la real, final, verdadera, de toda vida, también se resucita el que cree en el Señor. Es la prueba de que la esperanza, la fe, el amor, tienen sentido. Vana sería la fe sin la resurrección. Poco valor tendría la vida, sin la resurrección.

La Semana Santa es un tiempo que sirve para confirmarnos en la fe. Para sostenernos y no desfallecer, para encontrar aliento y esperanza en medio de los quehaceres del mundo. Para vivir con hondura, con cuidado.

Bienvenidas todas las tradiciones si apuntan realmente a ese misterio, si las vivimos desde ese misterio, desde la memoria de estos días, la que realmente vuelve a hacer vida y recuerdo del centro de la fe: que Jesús de Nazaret, Dios y Hombre verdadero, Hijo de la Virgen María, Hijo de Dios encarnado, Verbo de la Santísima Trinidad, por amor a la humanidad murió torturado en la cruz para traer la salvación al mundo, y que al tercer día Dios lo resucitó de entre los muertos por amor. Y que un día nos resucitará también a nosotros de la muerte, como cada día nos sigue resucitando de nuestras muertes.

Vicente Niño
Fr. Vicente Niño Orti, OP. Córdoba 1978. Fraile Sacerdote Dominico. De formación jurista, descubrió su pasión en Dios, la filosofía, la teología y la política. Colabora con Ecclesia, Posmodernia, La Controversia y la Nueva Razón.