En las distintas movilizaciones debido al 8M me llamó clamorosamente la atención una consigna muy repetida y escrita en las distintas pancartas. Era algo así como: «Dejad de sexualizar el cuerpo de la mujer». Me resultó extremadamente gracioso porque no creo que haya nada tan típicamente sexual como el propio cuerpo. En efecto, el sexo no es un mero atributo del que uno pueda prescindir libremente como se prescinden de unos calcetines, sino que, en su aparente superficialidad, es parte inherente del ser: el sexo es estrictamente constitutivo de la persona y, además, está claro, está más revestido de discursos que de vestidos.

A menudo se divulga con deshonestidad que el sexo forma parte de un constructo social, pero yo no recuerdo haber visto ni al más delicado de los alfareros moldear las más íntimas partes de cada uno de nosotros. Si lo que quieren decir es que lo sexual ha devenido en elemento sujeto a la ideología, no cabe duda; podemos verlo en el siguiente eslogan «Dejad de sexualizar el cuerpo de la mujer». Pero el subconsciente no se aleja demasiado de ciertos fundamentos inalterables en la oculta memoria del hombre: sí hubo un Alfarero que moldeó el barro y le insufló vida eterna. Basta con acercarnos a las Sagradas Escrituras para constatar la verdad mitológica revelada en el Génesis.

Leemos en el segundo relato de la creación del Génesis, siguiendo a san Juan Pablo II, que Dios encarga al primer hombre (en hebreo ha-‘adam; sin referencia de sexo) nombrar a las distintas especies que habitan la tierra. El hombre sabe de su superioridad respecto al resto de seres vivientes y reconoce tal distinción a través de su propio cuerpo; en otras palabras, es autoconsciente de su unicidad y también de su soledad, porque no hay nadie como él. Pero «no es bueno que el hombre esté solo». Esto es a lo que tradicionalmente se ha llamado soledad originaria, la cual es un «problema antropológico fundamental, anterior, en cierto sentido, al hecho de que tal hombre sea varón y hembra». En definitiva, hasta ahora se hablaba del hombre en cuanto a tal, en tanto que especie o ser humano. Debido a esa soledad, Dios sume en un profundo letargo al primer hombre y de él extrae una costilla. A partir de este instante, en el texto hebreo, el hombre deja de ser ‘adam, para ser ‘ish (varón) y ella será ‘ishshah (hembra).

Podemos confirmar, en cierto sentido, que el primer hombre (‘adam) reunía las dimensiones tanto masculina como femenina (lo que llamamos unidad originaria del varón y la hembra); pero ahora, de esta forma, han quedado separadas. Esta separación nos lleva, al mismo tiempo, a la unidad originaria. Por este motivo se nos revela que, cuando el hombre (‘ish, varón) despierta, se llena de gozo y alegría al reconocer (a quien, por cierto, no había visto nunca antes) a la mujer (‘ishshah, hembra). Es decir, a pesar de la diferencia sexual (femenina y masculina) reconocible en el otro (debido a la consciencia y a la autoconsciencia) se reconocen como una misma cosa: «Esta vez sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos». Y al verse mujer y varón, varón y mujer, irrumpe el júbilo como un estruendo. «El conocimiento del hombre pasa ineludiblemente a través de la masculinidad y la feminidad, que son como dos encarnaciones de la misma soledad metafísica». «El hombre se hace tanto más viril cuanto más se vuelve hacia la mujer. La mujer tanto más femenina cuanto más se gira hacia el hombre», adivina Fabrice Hadjadj.

Hemos visto que el sexo es constitutivo de la persona y, de hecho, nos remite al origen de los orígenes. Por ende, no podemos considerar el sexo como una construcción social sino, contrariamente, como la creación divina por antonomasia. Hay algo, sin embargo, que considero como justo y necesario señalar respecto a esa pancarta de las manifestantes: si bien es cierto, como decía, que el cuerpo no es desexualizable porque es inmanentemente sexuado, no lo es menos el hecho de que no podemos, ni debemos, reducir el cuerpo exclusivamente al sexo. Conocemos de sobras las consecuencias que implican convertir al otro (¡a la otredad que, en aquella dimensión teológica mencionada, nos hemos alegrado de ver tras nuestro desvelamiento genético!) en un mero objeto de placer, en un juguete de satisfacción personal. Digamos en otras palabras que el pecado original ha devenido un velo que ha entristecido nuestra memoria, y aquella con la que tanto gozo habíamos manifestado al verla, ahora ya no es más que una menudencia sujeta (ella, a quien he reconocido como «carne de mi carne y huesos de mis huesos») a mis más abyectas y oscuras pasiones. ¿Cuál es el problema, entonces, respecto a esas mujeres y a ese letrero? No es otra cosa que, diré a riesgo de equivocarme, una verdad en un contexto equivocado; una palabra de vida que emana de un cuerpo que se resiste a escucharse a sí mismo.