Se acerca la Semana Santa tras dos años en los que la excusa sanitaria ha retenido el folclore sureño y la solemnidad norteña. Exaltación y sobriedad que conforman una de las tradiciones definitorias de España, que en la Semana de Pasión ve las dos caras de su esencia. Por un lado, el genio vivo y alegre, enamorado del barroco y el incienso, el azahar y la cera, el calor y las lágrimas de los devotos en las callejuelas de Córdoba, Málaga, Sevilla o Granada. Por el otro, la serenidad y talante castellano, el silencio que traen las catedrales góticas procesionan por tierras frías plagadas de castillos, reinos nacidos en Covadonga y que alcanzan los cielos en Toledo, Cuenca, Burgos o León.

En unas fechas tan marcadas en el calendario y esperadas por el pueblo, se rememora el acontecimiento más importante de la Historia: la victoria de Cristo sobre la muerte, la apertura de los Cielos para seres tan bajos como los hombres, quienes decidimos perder el Paraíso para revolcarnos en nuestras miserias. Con la Pasión, Muerte y Resurrección tiene lugar un cambio de paradigma universal que ningún otro evento podrá equiparar. Con la soledad de la Cruz nace la esperanza para los hombres, nace la Iglesia Católica, tan humana e imperfecta como santa y humilde.

La entrega de Jesucristo ha cambiado el rumbo de los tiempos porque —¡al fin!— los hombres podemos aspirar a la salvación, dejando abierta la puerta de la redención, desconocida hasta entonces. Gracias al catolicismo, Occidente ha podido heredar de las manos de la Iglesia aquello de Grecia y Roma que merecía ser preservado, cosa distinta es el maltrato que hoy desde diferentes instituciones se haga de tan rico legado. Belloc acertaba al decir que le debemos lo que somos a aquellos que nos precedieron y cejudamente se empeñaron en conservar una tradición que se extiende hasta nuestros días y sin la cual no podríamos comprender el mundo actual, a pesar de los males que lo asolan. Sin embargo, dada la concupiscencia del hombre, seguiremos cometiendo errores hasta que tenga lugar la Parusía y se juzgue qué hicimos con nuestros denarios.

Dejando a una parte estas reflexiones, al llegar la época del incienso y el silencio en España se toman túnicas y mantillas para acompañar a Jesucristo en Su Sacrificio. Las calles se adornan de fervor y folclore, conformando una pareja que llena de vida cada adoquín de las calles por las que procesionan las tallas de maestros tan ilustres que dio la cristiandad en los siglos de oro del Imperio Español.

Durante unos días, en España creeremos que la fe retoma las calles, rebosantes de fieles que salen a hacer penitencia y agradecer la Redención. Esa misma redención es la que da al hombre la dignidad, el catolicismo recuerda la igualdad por ser hijos de Dios y es este mensaje el que acabará con la división entre patricios y esclavos en Roma o la que hará que la América precolombina huya espantada de sus ídolos con la llegada de España a aquellas latitudes. Un mensaje dignificador que tiene más sustancia y fundamento que cualquier derecho positivo reconocido por cualquier estado o institución supranacional. Sin embargo, el secularismo implantado en las sociedades occidentales condena a la Cruz al ostracismo y, en estas latitudes europeas, pareciera que sólo se sacara para reivindicar la afiliación a una hermandad. Poca diferencia hay entre la afición a un club de futbol y la adscripción a la cofradía. ¡Cuán diferente sería España si de verdad ese fervor popular fuese perenne y no perecedero!

Al querer ser un país moderno, España se ha vaciado de fe para rebosar laicismo y sequedad, empujando a que los fieles nos retrotraigamos a los lugares de culto y no podamos exteriorizar viva y fuertemente la creencia que nos une a los católicos. Desde instancias gubernamentales se tiene especial celo por torpedear a la Iglesia Católica a pesar del gran servicio público que realiza. El secularismo tiene la característica de ser el frío que invade el alma del creyente, quien asiste a una vía pública en la que la nada es el credo de todos, la herencia apostólica queda condenada al ámbito privado y como consecuencia pareciera que hacer un acto público de fe estuviera fuera de lugar, como si mostrar el mayor regalo otorgado a Europa —la fe— fuera una posmoderna manifestación de la demencia senil. Sin embargo, desde que dejamos de lado a Dios parece que fue el hombre el que perdió la cabeza, dando pie a la barbarie de las grandes guerras primero y del aborto después.

Los males que hoy nos asolan son el último resultado de un pueblo que quiere volver a probar el fruto del árbol del Bien y del mal, ocupando el hombre soberbiamente el centro de todo cuanto le rodea. Y con un ser humano cegado por su orgullo, toda justificación verá luz con tal de maquillar sus desmanes. El secularismo lleva a apartar más a Dios de la realidad social del hombre, interponiendo más muros y haciendo que la fe sea cada día más extraña para los ciudadanos. Con la excusa laicista, el catolicismo queda recluido a las iglesias para después mirarse con malos ojos todo lo que se manifieste extramuros, no sucediendo igual con otras religiones a las que se les allana el terreno para que ocupe el espacio que la fe católica ocupaba.

La fe es un don que crece y se expande compartiéndolo. Igual que la caridad requiere también de actos propios de un corazón orientado al Bien, la fe se nutre hablando de ella y de las bonanzas que el catolicismo nos deja. Si normalmente tendemos a creer que, si se otorga algo, se deja de poseer; la fe actúa de manera inversamente proporcional, acrecentándose cuando más se propaga, cuando más se evangeliza. Por esa misma razón, para que Occidente recupere su senda debe retomar aquello que la fortalece, adoptando de nuevo este don que cuando se distribuye, se multiplica.

Recuperando la fe de la que procedemos, tomando de nuevo los pilares que nos sostienen como sociedad, podremos volver a ser una civilización. El camino del secularismo y el nihilismo solo nos conduce a la tragedia que horrorizados estudiamos con el paso de los siglos. Por ello, no dejemos de mostrar sin reparo el credo que nos vertebra a los católicos. No esperemos a que el folclore sea la excusa para sacar a las calles una cruz, para santiguarnos y llorarle a las tallas que representan el acto más heroico jamás visto por la humanidad. No tengamos miedo de tomar ejemplo de Cristo, a quien rememoramos, y tengamos el valor de mostrar y defender lo que somos.

Ricardo Martín de Almagro
Economista y escritor. Tras graduarse en Derecho y Administración de Empresas, se especializó en mercados, finanzas internacionales y el sector bancario. Compagina su actividad profesional con el mundo de la literatura. Actualmente se dedica al análisis y asesoramiento de riesgos económicos y financieros.