Mi admirado Humphrey Bogart dijo una vez que «el problema del mundo es que todos van unas cuantas copas por detrás». Sin entrar en la literalidad de sus palabras, no deja de ser cierto que una justa dosis de alcohol nos envalentona a veces y nos levanta el espíritu siempre. ¿O acaso no dice el salmo 104 que el vino alegra el corazón del hombre?

Vivimos en tiempos en los que se comercializa ginebra cerocero y en que la nueva inquisición que son las plataformas de streaming alerta de los contenidos que muestran alcohol en pantalla. Cabe, pues, servirnos una copa de nuestro licor favorito y pararnos a reivindicar la bebida como elemento civilizatorio.

El alcohol ha gozado siempre de una posición privilegiada en la historia humana. Podemos pensar en aquel lienzo de Velázquez, El triunfo de Baco, como referencia iconográfica desde la que partir. Porque, cuando los hombres nos alegramos, lo celebramos brindando. Como los esforzados ciclistas que, tras cinco horas sobre el sillín, descorchan el sabor de la victoria con champagne.

Pero la bebida también puede tener aroma de hogar. De ahí la costumbre —en decadencia, es verdad— de servirse una copa al llegar a casa después del trabajo. Llevándolo al extremo, se entiende así que en El retorno del Rey, Peter Jackson nos muestre a los cuatro hobbits tomando una pinta en esa cálida taberna una vez concluida aquella odisea que tanto los ha transformado interiormente.

Esta cotidianeidad del alcohol está especialmente presente, como recordaba hace no mucho Fernando Díaz Villanueva, en los países mediterráneos, donde la bebida forma parte del paisaje desde la más tierna infancia. No es que el biberón vaya cargado, pero estamos acostumbrados al vermú a la salida de la misa dominical, al carajillo del abuelo e incluso a algún trago de contrabando en la cena de Nochebuena, que nos sirve de bautizo.

Con todo, dos matices en lo referente al alcohol. El primero, que ya hemos incoado, es el que nos recuerda Chesterton: «Bebed porque seáis dichosos, nunca porque seáis desgraciados». Curiosamente, es el propio Humphrey Bogart quien nos da en Casablanca el ejemplo, con el gozoso río de champagne que se bebe con Ingrid Bergman en La belle aurore, y el contraejemplo, con la amarga espera de Rick en el café en penumbra con una botella —bueno, y con Sam— por compañera.

El segundo, que va muy unido, es el de la mesura. Porque hay que aprender a beber con la elegancia que nos caracteriza. Se podrían dar muchos sesudos argumentos sobre por qué conviene ser templados con el alcohol, pero pocos tan elocuentes como el del personaje de John Wayne en Río Bravo, un tipo que no tiene miedo de agarrar la botella ni al que le falta carácter para dejarla. Así se lo enseña con firmeza a su colega Dude, interpretado por Dean Martin. Y no olvidemos que es precisamente cuando este llega a un suficiente estado de sobriedad cuando es capaz de regalarnos ese momentazo del My rifle, my pony and me, con Ricky Nelson a la guitarra y Walter Brennan a la armónica.

Y después de citar a Bogart y a Chesterton, no puedo dejar de recordar a mi madre, que con todo su salero gaditano suele decir que la frase más triste del Evangelio es esa de «no tienen vino». Porque es precisamente en las bodas de Caná donde Dios mismo bendice el alcohol en su sentido celebrativo. Lo hace además con un vino de calidad extraordinaria y en una cantidad ridícula, más de trescientos litros.

Claro que es en la intimidad de la última cena donde el vino adquiere una categoría que excede lo humano. Sus razones tendría Dios para iniciar el momento culminante de la historia compartiendo una copa con aquellos que llamaba amigos.

Así pues, salud.