Escuchaba yo con interés las declaraciones de un diputado en horas bajas. El compareciente llevaba su discurso preparado. No improvisaba: tenía un plan y en todas sus palabras había ornamento (o abalorio, si se prefiere). Mi atención se centraba en las formas de su lenguaje, tratando de detectar entre ellas las de mayor patetismo. Porque es evidente lo que pasa: cuando, para hablar de sí mismo, un político se pone solemne, se produce ipso facto una hinchazón ridícula. El lenguaje aumenta de volumen y se pone innecesariamente gaseoso (y, a veces, flatulento). Entonces, hasta las palabras más bellas («dignidad», «libertad», «valentía») se llenan de vacío. Y donde debiera sonar Beethoven alguien toca con brío un sonajero.
En uno de esos momentos de exaltación, cual Cicerón renacido, el orador hizo un ensayo de humillación. Me pareció una de las mil formas de la captatio benevolentiae: hay que hacerse cuanto antes con el favor del respetable, aunque sea fingiendo ser poquita cosa. Puedo comprender su intención. Dijo: «Vengo solo en mi coche. No tengo secretaria. No tengo a nadie detrás ni al lado. Me enfrento a todo el poder político». Qué tipo, qué arrojo. Un viandante solo ante el peligro. Y sin una triste secretaria a la que dar órdenes. Una soledad extrema y doliente. En palabras de Gomaespuma: oh angustia, oh dolor, oh mustios collados.
Con todo, lo peor no fue eso, sino el colofón: «Soy un mero peón». Fue aquí cuando mi atención —también sola, sin coche y sin secretaria— se soliviantó ante el desdén de aquel político. El orador dijo «mero peón», pero, de ser otro el contexto, a buen seguro hubiera cambiado el adjetivo: «Soy un puto peón… Un puto peón, ¿os dais cuenta? ¡En eso me he convertido!».
Uno, que es peón, se enardece un poquito ante cosas así. Uno, con calmada rebelión de jornalero, se hace preguntas. ¿Qué pasa? ¿Es que ahora no se puede ser sin más un peón? ¿Hay algo malo en ello? ¿Acaso no contribuye el peón, como tantos otros, al bien común? ¿Es que el trabajo cotidiano, callado y discreto, ha perdido su valor? ¿Es que, como no posee los atributos del poder (coche, secretaria), el ciudadano medio, el mero peón, ya no cuenta? ¿Ni está ni se le espera?
Sabemos que no es así, que no hay tablero posible sin las figuras sencillas de este ajedrez del mundo. Sin soldados dispuestos a dar la vida nunca habrá un ejército. Me acuerdo de ese poema de Miguel d´Ors que se titula La gratitud del campo. Describe bajo la tierra «un júbilo secreto de raíces», y menciona helechos, tojos, zarzas, xestas y carballos, «y las simples yerbas de infantería». Eso es: «Simples yerbas de infantería», tropa que sirve a pie. El cuerpo principal en las batallas de cada día. Meros peones. Benditos ellos.
Releo lo anterior y lo encuentro, ay, ridículamente solemne. Lo siento. Yo sólo pretendía que hoy las campanas del elogio doblaran por ti. Por nosotros.