En uno de sus diarios, Iñaki Uriarte da cuenta de la visita domiciliaria que le hizo un cura de la parroquia. Tras la conversación que no mantuvieron, el diarista concluye lo siguiente: «Hasta los ateos tenemos cierto miedo a que la fe se desvanezca por completo del mundo». Es una paradoja extraordinaria. El incrédulo no acaba de descreer del todo. Ratzinger lo explicó magistralmente: «El que no cree puede sentirse seguro en su incredulidad, pero siempre le atormenta la sospecha de que quizá sea verdad». Por eso, al final, hasta un ateo lo es ma non troppo.

Nuestra forma de conocer —imperfecta y falible— tiene estas cosas. Lo muestra la historia de la filosofía, que es el catálogo de los desvelos del ser humano por comprender. Y lo acredita también eso que, en épocas más recientes, los psicólogos han llamado sesgos cognitivos. Son algo así como atajos que utiliza nuestra inteligencia para tomar decisiones rápidas, pero que, a poco que uno se descuide, se convierten en trampas para la tarea de pensar.

No hace falta ser un experto en psicología para haber oído hablar de algunos de esos sesgos. El sesgo de confirmación, por ejemplo. De forma involuntaria, buscamos la información que nos confirme lo que ya pensamos. Todo lo que respalda nuestras opiniones nos suena a música celestial. Los hechos que ratifican nuestra visión del mundo proporcionan la tranquilidad de la coherencia. Por eso conviene abrirse a otras opiniones y a otros hechos, para cribar eso que quizá nos hemos limitado a confirmar. Sin esa apertura, la cámara de eco hará de las suyas, y la polifonía del pensamiento quedará reducida a mera psicofonía. Nos oiremos más voces que la nuestra, retumbando una y otra vez en la pared de nuestros prejuicios. La música del cielo será un estruendo.

El sesgo retrospectivo también lo padecemos, y es más sutil de lo que parece. Como, después de que algo haya pasado, ese algo se ve más claro, miramos hacia atrás (que eso significa el verbo latino retrospicere) y creemos que, antes de que ocurriera, ya la cosa era evidente y fácil de prever. Y aquí está la trampa: lo que hemos visto después debimos verlo antes, como ya entonces fuera cristalino. La sabiduría popular lo resumen bien: «A toro pasado, todos somos Manolete». Es fácil ser profeta del pasado. Todo el que tenga por oficio el de dar consejo sabrá bien a que me refiero. Como pasó X, fue una torpeza pensar si sucedería X o Y. Lo dicho: Manolete saliendo a hombros de la plaza.

Hay más sesgos, por supuesto. Los psicólogos los describen y los clasifican, poniéndoles nombres acertadísimos (el sesgo de anclaje o el sesgo de punto ciego, por ejemplo). Uno se queda fascinado ante esos meandros de la mente, ante ese interminable juego de espejos con el que se entretiene el cerebro.

Pero la cosa no acaba ahí. Uno, sea cuáles sean los sesgos de su inteligencia, tiene también una querencia en el corazón, que es ese lugar impreciso e íntimo donde se decide el rumbo de la vida. Uno, por mil razones que la razón no entiende, puede propender a la alegría, pongamos por caso. Y puede que no sea sólo por optimismo. Eso, siendo mucho, es poco. Porque al optimista se lo ventilan con una frase ingeniosa y con una dosis de cinismo («un pesimista no es más que un optimista bien informado», suele decirse). Pero con el esperanzado no pasa lo mismo. Al esperanzado no es fácil darle alcance. Se mueve en otras profundidades. Alterna la superficie con la hondura. Mezcla el chiste con el dolor. Intuye que, de cuando en cuando, la naturaleza baila con la gracia. El esperanzado es un ser escurridizo. En cuanto le dejas, lo mira todo con un sesgo constructivo, y se pone a amar al mundo apasionadamente.

Además, tiene el esperanzado eso que todos necesitamos. Él es quien conjura nuestro miedo a que la fe se desvanezca por completo del mundo.