La primera vez que fui a Misa en Líbano coincidió, de manera providencial, con el octavario por la unidad de los cristianos que celebra la Iglesia cada año, siguiendo el empeño del Papa Francisco. Es un octavario tan bonito como necesario en tanto que profundiza en la unidad de diversidades que es la Iglesia, frente esa diversidad de unidades que se empeñan en proclamar los obispos alemanes. Fui a Misa por primera vez y me quedé alucinado. En Líbano conviven todo tipo de religiones, grupos y sectas —así se llaman con orgullo—. Dentro del cristianismo uno puede encontrar de todo, como en botica. La mayoría de los cristianos del país son maronitas pero ya hablaré otro día de esta iglesia dentro de la Iglesia.

Fui a Misa al lado de casa, decía, sin saber muy bien qué iba a encontrar, como quien abre el grifo, como quien pulsa el interruptor de la luz: ¡siempre hay sorpresa! Yo me topé con, quizás, la orden más rara que jamás haya conocido: los monjes alepianos del Santísimo Salvador. Esta pequeña comunidad, de rito sirio-ortodoxo, nació hace no tanto en Siria y hoy tiene, por motivos evidentes, su cuartel general en Líbano, a veinte metros de casa. Es un seminario amplio, con un jardín enclaustrado, y una imponente capilla que hace justicia a la fe que profesan. Decía que bien fue providencial que mi primera Misa aquí coincidiera con el octavario por la unidad de los cristianos porque una sola Eucaristía me bastó para comprender lo que en mi parroquia, tan de barrio, me hubiese llevado años. La Misa fue católica —la fe de Occidente—, celebrada en árabe —la lengua del Medio Oriente—, y con el rito sirio-ortodoxo —la liturgia de Oriente—. Por eso al terminar supe que aquella hora y algo tendría grandes ecos en la unidad de los cristianos. Al menos yo salí reconfortado

Recuerdo que aquella primera vez procuré estar atento a todo lo que se iba sucediendo en el inmenso Altar, en los pasillos e incluso en el coro. Comenzó la procesión de celebrantes, concelebrantes y monaguillos, todos ellos vestidos reverendísimamente, procesionando hacia el Altar y nos pusimos todos de pie. Los cánticos de la liturgia sirio-ortodoxa, como las canciones maronitas, tienen una belleza hipnotizante y uno rápidamente se ve cantando a oídas, balbuceando vocales abiertas, parapetando algunas consonantes entre tanto quejío. Volviendo a la liturgia, apenas consigo hoy entender qué ocurre ahí y nunca antes el misterio se me había antojado tan misterioso. Reconocí aquella primera vez dos momentos: la Comunión y el cestillo, esto es, los momentos en que la Iglesia da y recibe. Como aquí, por la inflación, el billete más pequeño es de mil libras, pasean unos canastos gigantescos que bien podrían utilizar, o eso intuyo, para bautizar a los recién nacidos. Reconocí lo del cestillo junto a la Comunión, y ni siquiera ésta termina de semejarse a la comunión española, tan fría, tan hidrogelizada, tan en la mano. En Líbano —temo que es una cosa del Oriente— todos comulgamos en la boca, muchas veces bajo las dos especies. El pan no me sabe a pan, así que concluyo que quizás no lo sea. Pienso que a veces uno tiene que apartarse de su misa diaria, tan parroquial, para descubrir de nuevo que la oblea no es tal sino Cristo, y aquí la Comunión me sabe a Cristo, con unos pocos grados de alcohol, claro.

Sin embargo, no reconocí, y hoy aún dudo, el rito de la Consagración. No la reconocí no porque no hubiera, sino porque conté hasta dos veces el milagro de la transubstanciación. Llevo cinco misas en la Catedral de San Jorge, a quien tienen mucha devoción en el país, y aún no he terminado de arrodillarme en el momento adecuado. Miguel D’Ors vino a decirnos que «toda nuestra vida transcurre en la vecindad de lo sagrado», así que confío en irme de aquí con algo de conocimiento litúrgico. Ayer por la tarde tuvimos una réplica del terremoto y hoy nos han convocado para una misa en la universidad, providencialmente el día de mi cumpleaños. Así que aunque no me entere de nada, al menos sé decir amén en árabe.