José Ortega y Gasset, una de las mentes más lúcidas de todos los tiempos, alertaba desde la primera mitad del siglo XX que se estaban produciendo varios fenómenos en la sociedad, pero que, pese a las distancias en el tiempo, son plenamente aplicables a día de hoy. Es más, si se disgregan sus postulados con algo de detenimiento, calzan casi con perfección.

Y es que, en épocas de redes sociales, que supuestamente se convertiría en una suerte de apertura y fácil acceso a la opinión y la información, las masas a las que se refería Ortega se trasladaron desde las plazas y los parques, a un teléfono móvil, a una publicación, a una lluvia de publicaciones, likes, retweets y followers. Surgen, como por arte de magia, los eruditos y los entendidos, capaces de hablar con total solvencia de la crisis de Afganistán, el conflicto en Ucrania, las criptomonedas, el VAR, el último romance sonado en la prensa rosa y toda clase de coyuntura.

En fin, lo que haga falta y lo que se encuentre en boga. Ni qué decir de quienes atacan al capitalismo y el libre mercado, haciendo estridente uso de las herramientas tecnológicas creadas por esos satanizados sistemas. Así son profetas de unos pocos caracteres. Aquí, como decía el filósofo madrileño, también todo está lleno.

Entonces, aunque por demás esté decirlo, la consecuencia de esa masificación —que no debe considerarse, en lo absoluto, como oposición a la libertad de información o de opinión— ha sido el empobrecimiento del debate y la discusión. Umberto Eco ya advertía de los riesgos de abrir indiscriminadamente su uso. Las pruebas, al canto, en todo el mundo: fake news, trolls, bots.

Ese ocaso, esa degradación de la conversación y de lo que debería ser una manera civilizada de relacionarse entre personas que piensan distinto, ha servido como potente herramienta para permear y posicionar clichés más que ideas, vagas referencias más que reflexiones, modas más que criterios. Y ahora es común escuchar lamentos y reclamos, reivindicaciones y derechos. Sin ninguna obligación ni responsabilidad, claro está. Se volvió común y bien visto repartir culpas ajenas.

Entre esas narrativas, instaladas y muy reiteradas, está el de la inmoralidad del lucro, la empresa privada como enemiga, el reposicionamiento de la teoría del Estado —por obeso y corrupto que fuese— como fin y solución a todos los problemas, y entre otras, el mérito como tiranía, lo cual, incluso, fue analizado en un ensayo de reciente publicación.

Pues bien. En estos tiempos posmodernos se ha acentuado el recelo y la desconfianza al esfuerzo lícito, bienintencionado y auténtico, a la permanente y sana búsqueda de superación como un reducto de convicciones propias. Si se quiere, la doctrina orteguiana como brújula para buscar la dirección correcta y mejores horizontes, se ve condenada a la censura del buenismo y al entierro de lo políticamente correcto.

Ante los cantos de sirena, de lo que se trata, entonces, es de desempolvar una realidad —no solamente una teoría— que ha sido ocultada por un manto de interesada tergiversación y de un no menor grado de desconocimiento.

En concreto, es darle la real dimensión e importancia al ejercicio responsable de la libertad, al esfuerzo legítimo y al trabajo honesto con el que se obtienen logros y progreso. Es, de hecho, salvar a las circunstancias, y consecuentemente, salvar al yo, como diría Ortega en uno de sus postulados insignes.

Y no. Esto no va de condenar a quienes menos tienen para que su esquema y proyecto de vida sea igual de limitado o carente. Tampoco, como maquiavélicamente se pretende posicionar la idea, de que alguien pobre lo será por el resto de su existencia porque así lo quiere.

El mérito, o la meritocracia de la que tanto se habla hoy en día, no es arma arrojadiza que enmascara vetustas luchas de clases. No es argamasa para aglutinar agitadores y trasnochados en torno a una idea que busca tirar abajo un sistema. Tampoco palabrería y discurso fácil que se pueda amoldar a las necesidades de populismos de todo signo.

En realidad, es todo lo contrario. Es encender esa ilusión de mejoría y progreso que está extinguida a base de falsas reivindicaciones que esconden perniciosos revanchismos. Es considerar que cada persona es capaz de explotar sus talentos y sus dones de la manera correcta, con los estímulos adecuados y con las condiciones y el entorno propicios. Es rescatar y reconocer al individuo, su habilidad y la potestad que tiene para ser capitán de su barco y dueño de su destino.

Por ello, el pensamiento de Ortega y Gasset se hace aún más relevante y necesario en este mundanal ruido, como lo fue en su época. Es un faro ante el ostracismo actual. Es, en realidad, volver los ojos al por qué del progreso actual, pese a que los edulcorantes de hoy pretendan desdeñarlo. Sin más, es la ratificación del mérito como virtud y no como tiranía.