Se me juntan virtuosamente, en una misma tarde, un libro y una película. El libro es la biografía de Churchill que escribió, en 2018, el historiador británico Andrew Roberts. Es un libro extenso (más de 1400 páginas) que da cuenta de la prodigalidad verbal, del empuje avasallador y de la confianza en sí mismo que tenía el biografiado.

Desde muy joven, Winston Churchill se creía predestinado a realizar algo grande. Con sólo diecisiete años —cuarenta años antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial—, le confió lo siguiente a su amigo Murland Evans: «Veo a mayor distancia que tú. Veo el futuro. Ocurrirá que expondrán a este país a una tremenda invasión, no sé por qué medios, pero te aseguro que yo estaré al mando de las defensas de Londres y que salvaré a la ciudad y a Inglaterra del desastre».

A esa especie de presciencia se le unía la urgencia. Cuando tenía veinticuatro años, al periodista John Atkins le confesó: «No me queda más remedio que lograr todo cuanto esté en mi mano antes de los cuarenta». Churchill tenía prisa por llegar a ser un héroe y un hombre de excepción.

La Historia dirá si lo consiguió o no. Lo anterior lo menciono sólo porque, al bucear en la vida de este personaje —y, sobre todo, al leer su correspondencia personal—, se advierte una misión, una finalidad, un impulso decidido. No en vano, la biografía se subtitula Walking with Destiny (Caminando con el destino).

El libro suscita, entre otras, esta pregunta: ahora, en este tiempo nuestro tiempo, ¿existirá acaso un destino junto al que caminar? ¿O eso serán sólo batallitas del pasado y retórica hueca? ¿Habrá algo más que no sean la salud, el bienestar y una jubilación bien remunerada?

Mientras cavilo sobre esta cuestión, empiezo a ver El increíble hombre menguante, esa película antigua (1957) de cine fantástico. La historia empieza así: mientras navega con su mujer, al protagonista (Scott Carey) le envuelve una nube extraña. Unos meses después, empiezan los cambios en su cuerpo. Inexplicablemente, disminuye de peso y de estatura, hasta hacerse un ser diminuto. Tan diminuto, que un mal día, huyendo de un gato, desaparece en el sótano de su casa y nadie lo encuentra. En esas condiciones, para Scott se hace muy difícil sobrevivir.

Creí entonces que la película ofrecía la respuesta exacta a mi pregunta sobre el destino. Sin ponerme trágico, me pareció que, aquí y ahora, abundan los seres menguantes. Hay tantos jóvenes de corazón viejuno como adultos de pensamiento infantil. Al cocer, todo mengua; y, según parece, al vivir, todo se achica. A las grandes palabras se les cortan las alas. Tendremos que concentrarnos en la salud, ya que no podemos aspirar a la gloria. El planteamiento sería este: si la vida tiene poco o ningún sentido, la lucha por la supervivencia y por el bien ha de ser la justa, sin excesos, sin propósitos radicales. Además, si, por la razón que sea, el horizonte se oscurece, lo sensato será «quitarse de en medio». Quede claro: nadie está obligado a ser un héroe. Desistir es un derecho.

Seguí viendo la película y me tuve que comer todas mis conclusiones. (Aviso de spoiler). Scott consigue ahuyentar a un gato (gigante) y lucha a muerte con una araña (enorme), pero, aún así, constata que son nulas las posibilidades de que, rescatado del sótano y curado por la ciencia, recupere su vida normal.

Fue entonces cuando, con mentalidad menguada, pronostiqué que, desesperado, el protagonista se quitaría la vida. Me equivoqué de medio a medio. Scott se pregunta por su lugar en el universo, y, en un arranque de lucidez, pronuncia estas palabras finales (que tanto me sacudieron): «Toda la majestuosa grandeza de la creación debía tener un significado, y yo tenía un significado. ¡Sí, yo! El más pequeño entre los pequeños también tenía un significado. Para Dios el cero no existe. ¡Yo sigo existiendo!». The End.

Eso será, en fin, lo que acabe pasando. Por mucho que le opriman las circunstancias, el hombre es un ser creciente. Le bastará con mirar al cielo para salvar a su ciudad del desastre y seguir existiendo.