John Martin Feeney terminó la Segunda Guerra Mundial con un Oscar debajo del brazo y la satisfacción por haber ganado la guerra, el trabajo bien hecho y por haber dejado filmadas para alguna de las imágenes más impresionantes del conflicto, como esas del documental La batalla de Midway. John Martin Feeney, que estuvo en las arenas del desierto africano, que se metió en las lanchas del Día D, que siguió a las tropas avanzando sobre Alemania y a combatiendo cada mililitro de agua del Pacífico, con una cámara y un equipo de fotógrafos —a los que les decía «fotografía caras, chico, el combate lo podemos recrear después»— se convirtió, algunos años después, en ese otro hombre que, levantándose durante una cena del Sindicato de Directores, dijo eso de «My name is John Ford. I make Westerns».
Hace unos días llegué a mi casa y estaba puesta El hombre que mató a Liberty Valance en televisión. Y a mí se me vino a la cabeza la recurrente pregunta que le hacen a uno cuando confiesa su pasión por el cine: «¿Y cuál es tu director favorito?» Yo muchas veces contesto John Ford, un poco por inercia, un poco por pereza, y plenamente consciente de que si al día siguiente esa misma persona me vuelve a preguntar contestaré que Stanley Donen, que George Cukor o que cualquier otro de los que tantas veces he hablado. Pero les decía que se me vino a la mente esa pregunta, y me la hice. «¿Cuál es tu director favorito, Iñako?» «John Ford», me respondí. Pero esta vez me respondí a sabiendas de que John Ford es el director que más me ha conseguido emocionar en la historia del cine.
Se dirá que eso de la emoción es una razón muy subjetiva, puesto que, evidentemente, lo que a mí me emociona puede dejar frío o indiferente a otros, o incluso —¿por qué no?— irritar a algunos. Es cierto, pero me atrevo a lanzar la suposición de que a los restantes admiradores de John Ford les pasa algo parecido. Cada cual con su emoción y con sus razones, claro. Quizá las películas de Ford que a mí me parecen más conmovedoras no sean las que más les emocionen a ellos y, quizá, sean otras escenas, y otros motivos, las que les hacen sentir ese nudo en la garganta. Pero me apostaría una buena cena a que es esa capacidad para sentir, transmitir y hacer que compartamos emociones lo que de verdad explica que John Ford sea, también, su cineasta preferido.
Sobre John Ford hay que pensar y escribir con frecuencia si se quiere reconciliar con las cosas bien hechas y conseguir no perder el norte, máxime cuando uno lo que habitualmente escribe trata el cine. Lo que pasa es que, muchas veces, nos centramos en esa vertiente del John Ford autor/artista y perdemos un poco de vista el John Ford humano. Y ese John Ford humano, que vivió el cine durante más de cincuenta años y nos contó cientos de historias que bien pudieran considerarse Patrimonio de la Humanidad, nació mucho antes que la teoría del autor llegase al mundo del cine con Cahiers du Cinema. Ese John Ford humano llegó al cine para ganarse la vida, para sobrevivir, para comer. John Ford conoció el mundo del cine cuando aquello era un trabajo y no un —séptimo— arte, y creo que su cine visto desde esa perspectiva, completa la genialidad del director.
Creo que si uno comprende que el cine de John Ford está hecho sin grandilocuencias ni pretensiones de inmortalidad empieza a tener más piezas del puzle para entender la grandeza y eternidad de sus películas. En una de las entrevistas que Peter Bogdanovich tuvo la suerte de hacerle le lanzó una pregunta que pretendía encontrar una de esas respuestas inspiradas sobre cómo había rodado tal escena, técnicamente bastante complicada, en Tres hombres malos. John Ford, respondió: «Con una cámara». Y yo creo que en esa respuesta está contenido todo su cine y su arte —o una buena parte de él—, que se basaba, sencillamente, en hacer lo que había que hacer para que el trabajo salga bien hecho. Que se sustentaba y nutría del darse cuenta de que que hacer bien un trabajo es la mayor fuente de humildad y satisfacción. A medida que he ido cumpliendo películas y el tiempo ha ido pasando, veo con claridad que aquella respuesta no era la de alguien que quería construir un personaje de sí mismo, que quería parecer enigmático. Nada más lejos. Ahora me doy cuenta de que era la respuesta de alguien que amaba su trabajo, que quería hacerlo bien y que aún no habiendo terminado con un rodaje ya estaba pensando en el siguiente.
Dice Woody Allen en Annie Hall que las relaciones humanas son como tiburones, que tienen que moverse hacía delante constantemente o se mueren. Pues yo intuyo que John Ford era ese hombre futurizo tendente a pensar en lo que estaba por venir, en el siguiente libro para leer, el siguiente guion que rodar o la siguiente película que hacer. John Ford, con la humildad de ser un muchacho de Maine, comprendió a la perfección que esto la vida es ir siempre hacia delante, sin dejar de mirar el pasado. Ese también fue su cine. Todo aquello del hombre rudo e inaccesible de parche sobre la montura de sus gafas, sombrero y botas cowboys, evitando miradas y que le entrase demasiada luz en su ojo operado y que fumó su pipa hasta el final, era el envoltorio de un hombre corriente que sólo quería pagar sus facturas.
Y es que a John Ford, enamorado de Katharine Hepburn —¿y quién no?—, le pasaba como a todo hijo de vecino: las facturas no se pagaban solas. Quizá por eso concluyó aquel discurso durante esa reunión del Sindicato en la que los mejores le reconocieron como el mejor con un sencillo «Let’s all go home and get some sleep. We’ve got some pictures to make in the morning». O, lo que es lo mismo, mañana algunos tenemos que levantar el país. La luz no se paga sola, te llames Iñako Rozas o te llames John Ford.