«Relanzamos La Iberia y creo que sería buenísimo conjugar artículos de grandes autores con textos de gente joven». Eso mismo fue lo que me dijo el insensato que tomó la temeraria decisión de considerar que un servidor podría aparecer por estos lares. ¡Fíjense ustedes! La Iberia vuelve —pensé yo— y con ella un pequeño refugio al que apartarse por ratitos para leer a magníficos escritores. Pero, esta vez, las mentes pensantes del proyecto habían añadido una consideración especialmente relevante a la ecuación inicial: la juventud.
Comentaba el gran Pablo Mariñoso que «La Iberia ha sido durante años la revista de cabecera para muchos de nuestro lado y otros tantos del otro». Coincido con él. La Iberia ha desempeñado un papel fundamental en los últimos tiempos erigiéndose como un espacio de ideas y esperanza —algo que nada mal nos viene— e irrumpiendo como aguas de buceo en las que uno tiene la posibilidad de hacer auténticos hallazgos. Yo, pensando en esto que Pablo sostenía, pensé sobre quiénes son los de mi lado y quiénes los del otro. De forma inevitable, tuve que establecer una conexión inmediata e hilar la pregunta con el comienzo del artículo. Así, henchido de gloria y creyendo haber realizado un antológico ejercicio de reflexión, concluí que los míos, como no puede ser de otra forma, son los jóvenes.
Esto último, claro está, sólo se puede decir cuando uno es realmente joven, y no sólo de espíritu —como todos en La Iberia—, sino que también cuentan aquí los años acumulados. Los míos son los jóvenes, son mis amigos y también mis desconocidos. Los míos son la gente de mi generación, de las siguientes y de las inmediatamente anteriores. Los míos son un grupo que, cada vez más, también lee La Iberia. ¡Sí, los jóvenes leemos! Y en La Iberia hemos leído a «los otros». ¿Quiénes son los otros? Los otros son los más lejanos en edad y muy cercanos, en numerosas ocasiones, en pensamiento. Hablo de nombres como Hughes, Enrique García-Máiquez, Esperanza Ruíz, Alfonso Paredes o David Cerdá que, en otros muchos, han inspirado y estimulado a esa gente joven, a los míos.
En este relanzamiento, La Iberia es la casa también de un público joven que ansía ser rebelde y que demanda, además, un espacio como éste. Hablamos de una juventud sedienta que demanda leer, que quiere debatir, aprender, contrastar y pensar; y de ellos dependerá la mayor belleza del día a día porque también serán ellos los que tengan que lidiar con la demolición del mundo en el que se iniciaron. Por eso, La Iberia será joven y será, una vez más, el hogar de muchos jóvenes que desean disentir y, por qué no, también contemplar. Ya lo decía Julito Llorente: «Soy partidario de una guerra cultural más bien contemplativa. No hay mejor guerrero que quien sestea, ese valiente que responde al tráfago del mundo con un bostezo».
Y en medio de esa fijación por una rebeldía en ocasiones injustificada y propia de la juventud, a veces somos los propios jóvenes quienes no conseguimos dotar de cierto contenido al adjetivo. Así, cabe preguntarse: ¿qué es ser rebelde?, ¿cómo ser rebelde? Para algunos, la rebeldía pasa por erguirse como grupos de resistencia urbana hilados por una extraña relación de hermandad —evidentemente inexistente— desde los que mostrar un descontento hacia todo cuanto se les presenta de manera casi mágica e inexplicable frente a sus imberbes rostros, aún sin saber realmente qué es eso que se para ante ellos, desechando antes de tiempo aprendizajes útiles por una obsesión que encuentra su razón en la negativa constate y preordenada, en ese empecinamiento tozudo que tantas puertas cierra y a las que en ocasiones regresamos con posterioridad en un intento por abrir de nuevo un camino que nos arrepentimos de no explorar en su momento.
Ser rebelde no es quemar contenedores ni aderezarse el cabello de tintes multicolores, tampoco exterminar cualquier atisbo de afecto y cariño hacia unos padres preocupados, menos aún abrirle las puertas a la burda cosificación de la persona o al mercadeo de las emociones; no lo es, ni mucho menos, profesar un culto a la sexualidad barata y desprovista de sentido y sentimientos a partes iguales. Una vez más, uno podría culpar al resto —algo propio entre nosotros— de su incapacidad manifiesta para encontrar algo con lo que ser realmente subversivo. Quizás lo que no hayamos comprendido del todo es que, si hay algo verdaderamente revolucionario ahora mismo, pasa por ese oficio casi místico del restaurador.
La rebeldía no consiste siempre en hacer saltar por lo aires lo hasta ahora existente, la rebeldía tiene su sentido más auténtico en dos acciones: recuperar y conservar. Ser joven y ser subversivo implica no tanto hacer todo lo posible para perder lo conseguido como entregarse a recuperar lo perdido; rescatar lo olvidado que no es siempre algo malo, pues también las cosas buenas caen en el olvido. La segunda acción de la rebeldía es la de conservar lo que merece la pena ser mantenido en un mundo que muestra desprecio por todo cuanto desprende aroma a tradición y, sin embargo, se entrega servilmente a los brazos del cambio por el cambio, escondiéndose bajo un disfraz de progreso que limita y recorta paulatinamente a la persona.
Uno puede ser más rebelde desde el bar decadente de su barrio que desde una manifestación proabortista, y puede precisamente porque en el bar las conversaciones que mantenga con los allí presentes transforman rápidamente la decadencia del lugar para convertirlo en un refugio de impetuosa viveza y ardiente sagacidad —como en el que nos encontramos ahora—, mientras que lo que hable, grite y reivindique al son de los tambores y bajo el paraguas de las pancartas solo abre la puerta a la única decadencia que importa realmente, la del espíritu.
En el momento en que comprendamos que la rebeldía reside realmente en rincones cotidianos y que uno participa de ella cuando se viste de restaurador conservando y recuperando, entenderemos también que para ser subversivo en nuestro tiempo basta con cuidar y reivindicar otra forma de rebeldía distinta a la que hasta ahora nos han enseñado, que no es más que una rebeldía sistémica y carente de causas e ideas. Decía Chesterton que «el rebelde de nuevo cuño es un escéptico y nada cree por entero. No tiene lealtad; por consiguiente, no puede ser nunca un verdadero revolucionario. Rebelándose contra todo, ha perdido su derecho a rebelarse contra algo». No queremos ser rebeldes a toda costa, queremos serlo si la causa es, en esencia, buena.
Frente a la melopea que nos bombardea con revoluciones promocionadas por multinacionales y reivindicaciones políticas de las que no es posible extraer convicción alguna, queremos ir al revés. Lo primero, por supuesto, es leer La Iberia; y lo segundo, defender con arrojo que en lo distinto y en lo ignorado hay algo bueno que puede brindarnos la posibilidad de ser orgullosamente molestos para los que no quieren que sigamos yendo a los bares, para los que tratan de prohibirnos el vino, la cerveza o el tabaco, para los que no quieren que llevemos una cruz al cuello, que cantemos, que leamos o que nos arreglemos antes de salir por la puerta, para todos aquellos que no entienden que seamos felices fuera de sus parámetros de impostado y falsario modernismo y, sobre todo, ser orgullosamente molestos para quienes desean que nos olvidemos de lo fundamental y de lo que ello implica, que no es más que la idea de que unos y otros, por mucho que les moleste, somos personas indistintamente distintas y opuestamente iguales.
Por eso el relanzamiento de La Iberia es una maravillosa noticia para los jóvenes. Podemos estar tranquilos, pues es éste un faro de distintos que hace accesible la Verdad, esa realidad desvelada que aguarda impasible a ser descubierta y que no muta para darse a conocer frente al resto, sino que espera, con pausa y paciencia, el cambio que en cada uno debe darse y que nos permita encontrarnos con ella. Y hasta aquí el inefable placer que supone mi primera incursión por La Iberia. ¡Sean siempre felices!