Si algo ha de reconocerse a los sectores de izquierda, especialmente la más dura y dogmática, aquella que ha conquistado el poder por medio de la democracia, para, precisamente, demolerla desde dentro e instaurar regímenes liberticidas, es la enorme capacidad de relato que tuvo y sigue teniendo. Básicamente, la habilidad para hacer bueno lo que es malo. Para lavar la cara y adecentar a la sinrazón, al fanatismo y al absurdo.

A pesar de que el sonsonete del imperialismo, del neoliberalismo, de la derecha, y otros clichés, son repetitivos y vacíos, calan todavía en sectores de la sociedad, arrancan suspiros trasnochados y captan creyentes.

Por medio de elaboradas teorías e historias de opresores y oprimidos, reivindicaciones y revanchismos, se instalan como novísimas tesis, con matices distintos —para tratar de cuidar en algo las formas en tiempos de la vorágine de las redes sociales— aquello de la lucha de clases, de la explotación de la clase obrera, de que siempre hay alguien que tiene la culpa y que oprime al resto.

Con total sagacidad y cinismo, patea balones fuera y mira hacia otro lado en aquello que no conviene y con lo que se miente sin reparo: Cuba, para estos sectores jurásicos, no es una dictadura, es otra forma de democracia y es víctima del bloqueo estadounidense; la desvergonzada persecución a la prensa libre y a la oposición, como parte de la instauración del régimen totalitario de Ortega en Nicaragua, no motiva comentario alguno de aquella tendencia; la Venezuela de Maduro, según su teoría, es víctima de las sanciones económicas, y la escasez de comida y alimentos, ya imposible de ocultar, es producida por aquellas medidas.

De la ausencia de libertades, de las clamorosas crisis humanitarias provocadas por las nefastas gestiones, de la corrupción generalizada, de la inexistencia de jueces independientes, de las consecuencias del dogmatismo que profesan, de las dictaduras que se han atornillado en el poder, ni una sola sílaba.

Es así que los hechos ponen de manifiesto, por obvio que resulte decirlo, que los influyentes sectores de la izquierda iberoamericana, aquella más dura, simplemente, no entendieron nada: el mundo ideal en el que vive se fundamenta en la realpolitik de la Guerra Fría, en la lucha contra el que está al frente, como si se tratase del Muro de Berlín, de una bandera de justicia social bastante tergiversada y de idealizaciones que caen en el ridículo por sus contradicciones: basta ver cómo, en manifestaciones que reivindican el respeto y los derechos de homosexuales, se enarbolan estandartes de esa estofa y se visten camisetas del Che Guevara. El chiste se cuenta solo, sin duda.

No obstante, esa misma izquierda es la que se cree moralmente superior, ese espectro que considera que nunca falla, que no tiene mácula alguna, la que considera que puede dar clases absolutamente de todo.

Con absoluto cinismo, esconde bajo la alfombra toda la podredumbre y la miseria que ha producido. El éxodo venezolano, la crisis humanitaria y la dinástica tiranía cubana, la constante debacle argentina provocada por el kirchnerismo, el descaro totalitario nicaragüense, la fragilidad institucional —corrupción generalizada incluida— y el descalabro económico ecuatoriano, son muestras de lo precaria que es posición de los sectores identificados como progresistas para defender modelos fracasados y caducos.

Ahora bien, si esos sectores usaron todo tipo de artimañas reñidas a los ordenamientos constitucionales locales, si formaron grupos regionales que alcahuetean regímenes amigos que profesan ese mismo credo, si confrontaron a las sociedades que gobiernan —o que en su momento gobernaron—, y si provocan o provocaron crisis económicas y sociales, ¿cómo pueden gozar de altas aceptaciones todavía, de adeptos, de considerables representaciones parlamentarias?

Es complejo esbozar una respuesta. Sin embargo, esas izquierdas, que además se autodenominan como progresistas para darle aires de modernidad a doctrinas que huelen a naftalina, tuvieron la fortuna de administrar los países con espectaculares precios de las materias primas, que les permitieron transmitir a la sociedad la sensación de bonanza, bienestar y manejo eficiente de los recursos públicos. Detrás de eso, lo que en realidad hubo, fue derroche, corrupción y deudas impagables para los futuros gobiernos y los países en su conjunto.

Entonces, cuando son oposición, con total alarde de cinismo y desvergüenza, instalan en el imaginario social el poderoso relato de que cuando ellos fueron poder, lo hicieron bien. Cuando otros lo son, está todo mal. Si ellos violaron las constituciones, poco o nada importó y se reivindicó a la representación soberana del pueblo. Cuando otros la violan, se rasgan las vestiduras y se erigen en adalides y férreos defensores de la democracia constitucional y el Estado de Derecho.

Con tales antecedentes, ante la falta de gente preclara en la política de la región, ¿qué le queda al individuo, al ciudadano que se duele de su país? Jean-François Revel, invocando a Karl Popper, abogaba por las sociedades abiertas y libres. Aquellas en las que la información y el conocimiento sea la piedra angular de una democracia, en la que ellas fluyan. Y también, por qué no decirlo, por las sociedades en las que se tenga la capacidad de dudar y ser escéptico de clichés, enlatados sin profundidad ni sustento.

Mientras exista esa capacidad de renegar de verdades absolutas, de cuestionar a unos y otros, de identificar falacias, el debate no caerá en saco roto. Gente informada y crítica, lúcida y escéptica, libre y responsable, será el antídoto para evitar que doctrinas reencauchadas, que han provocado desastre y ruina, se instalen como la salvación de la sociedades que ellas mismas se encargaron de lesionar y destruir.