Es cierto que no hace falta que sea carnaval para disfrazarse, pero, aprovechando la ocasión y tras descartar algunas opciones, finalmente decidí caracterizarme de persona de más de sesenta y seis años y dos meses. No fue algo complicado: unas arrugas por aquí, unas canas por allá… y, cómo no, para meterme directamente en el papel, salí a la calle con la actitud propia de la experiencia que otorga la vida vivida.
En un primer momento pensé que el salto generacional que había dado mi aspecto se traduciría en un cambio en el tratamiento, pues desde bien pequeña así me lo habían enseñado y así lo había visto a mi alrededor. Y en verdad así fue, pero al revés: en lugar de la distancia propia de la cortesía y del respeto hacia las personas mayores, me encontré con el empleo de diminutivos en exceso, un vocabulario simplificado, tonos de voz infantiles, el uso de muchos términos afectivos, un sinfín de repeticiones y clarificaciones no requeridas y preguntas que encierran en sí mismas la respuesta, entre otras tantas prácticas paternalistas.
Pero vamos a ver —pensé—, que yo me había caracterizado de señora mayor, no de niña de cinco años. Mi disfraz consistía en añadirme edad, no en restarme coeficiente intelectual. Que alguien me explique por qué entonces la peluquera me narraba los pasos que seguía como si fuese la primera vez que iba a atusarme el cabello a una peluquería: «Ahora te voy a lavar y cortar el pelito; Siéntate en el silloncito; Avísame si te hago daño con el peinecito; ¿Vas a pagar con tarjetita o dinerito? Ah, tengo un descuentito si eres mayor de sesenta y cinco años». Con lo fácil que sería tratar de usted y meterse los diminutivos por ahí. Por favor, que soy vieja, no imbécil.
Como si no fuera suficiente golpe a la autoestima el hecho de ser tratado por el Estado como una máquina a la que su obsolescencia programada le dicta que ha llegado el fin de su vida útil, después uno se encuentra con que la sociedad se comporta con él como si fuese un niño que apenas sabe de nada. Tal vez esto sorprenda a los más jóvenes, pero la clarividencia no consiste en saber qué es un tiktoker, qué significa la «teoría» queer o qué se entiende por manspreading. Es más, al contrario de lo que creen, en esta carrera que es el sentido común —que no se enseña en las universidades— la maestra es la experiencia.
Habrá quien sostenga que detrás de esa habla infantilizadora no hay ningún ánimo de ofender y que está hecha desde el cariño, pero —digo yo— que, si te clavan un puñal, aunque sea con la mejor de las intenciones, igualmente te habrán clavado un puñal. Sólo una generación cursi y ñoña que vive entre algodones podría pensar que la mejor manera de mostrar respeto a alguien que ya tiene una historia detrás, y que seguramente haya superado un sinfín de dificultades en la vida, sea tratarle como si fuese un crío. La empatía no es condescendencia, ni lástima, ni pena, y ponerse en el lugar del otro y tratar de comprender su situación no implica negarle la dignidad que se merece. Desconozco si la inobservancia de esta regla de conducta tan elemental y básica como es la de tratar con respeto a las personas mayores forma parte del progreso de la sociedad, pero tengo claro que prefiero quedarme quietita que progresar hacia un acantilado.
Cuando llegué a casa, sorprendida y con el ánimo por los suelos después de haberme sentido marginada y menospreciada, por fin me quité el disfraz. Al día siguiente, con mi aspecto de chica de veintisiete años, todo el mundo volvió a hablarme en perfecto lenguaje de adulto libre de -itos y estupideces, y así fue como volví a ser persona a los ojos de una sociedad ciega de valores.