Como la inmigración siempre es un tema polémico y a mí me gusta la gresca como a un tonto un lápiz, allá voy: un 28,8% ibérica, un 24% mesoamericana y andina, un 23,7% italiana, un 13,6% irlandesa, escocesa y galesa, un 4,4% judía askenazí, un 4,7% medio oriente y un 0,8% filipina, indonesia y malasia. Esto que parece una lista de la compra, es mi estimación étnica. Soy, como la gran mayoría de vosotros, una auténtica batidora genética fruto de siglos y siglos de mezcla entre distintas civilizaciones en todo el mundo.

El estudio nada dice acerca de mis ideas, mis aspiraciones o mis proyectos, pues estos rasgos de mi personalidad son propios de mi condición de individuo y en absoluto dependen de que mi origen étnico sea uno u otro. Tampoco revela mi preferencia por una comunidad política determinada ni mi inclinación hacia una religión concreta, de modo que cualquier afirmación en este sentido sería una suerte de generalización que, si bien podría estar en lo cierto, jamás sería aplicable a un grupo de personas solo porque compartan un conjunto de atributos étnicos.

Dicho esto, ni soy una descerebrada que reclame «fronteras abiertas» pensando que el resto del mundo es como Occidente, ni soy una fanática devota de teorías como las del «gran reemplazo». Lo que sí que tengo claro es que, hoy en día, la preservación del orden público interno precisa de un cierto control. Me podrán llamar tibia porque no me estoy mojando, pero es que huyo de las generalizaciones y de cualquier idea que suponga tratar a las personas como colectivos despersonalizados. De hecho, el enfoque de Mises me parece muy certero: «El pensamiento liberal siempre ha tomado en consideración a la humanidad en su conjunto, y no sólo a algunas partes de ella. No se interesa por este o aquel grupo, provincia, nación o continente. Es cosmopolita y ecuménico: se preocupa por todos los seres humanos del planeta. En este sentido, el liberalismo es humanismo; y el liberal es un cosmopolita ciudadano del mundo».

Para el liberal, que parte de la premisa de que el individuo precede a la comunidad, siempre serán moralmente superiores aquellas sociedades que basan sus costumbres y valores en las ideas de la libertad y, cómo no, en el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo. Por lo tanto, debe quedar claro que una defensa de la globalización así entendida no es incompatible con rechazar de plano el relativismo cultural. No todo vale. Aquí no cabe aquello de «son sus costumbres y hay que respetarlas», sino que se lo digan a las 3.652 niñas en riesgo de mutilación genital femenina en España según la nota de prensa publicada por Save the Children el pasado 4 de febrero a propósito del Día Internacional de Tolerancia Cero con la Mutilación Genital Femenina.

Así, surge que el problema no es la inmigración, sino el no condenar a los que abiertamente se declaran contrarios a los cimientos sobre los cuales se construyó la sociedad libre y que condujeron a comunidades más avanzadas y abiertas. No sé si por desconocimiento o por miedo a ser tachados con algún —ismo, pero lo cierto es que no hay una respuesta unánime y firme, sino más bien titubeos y lavados de manos. También es verdad que no hace falta irse muy lejos, pues tanto dentro como fuera de nuestras fronteras siempre habrá personas que, con independencia de su procedencia, anhelarán la destrucción de la sociedad libre. Por ejemplo, tan enemiga de la libertad puede ser una persona que está de acuerdo con la Sharía como una persona que simpatiza con el terrorismo de ETA o del Grapo. De modo que si el ciudadano occidental ignora las ideas que nos han permitido estar en donde nos encontramos hoy en día, o las aborrece, difícilmente podrá atender la incansable tarea de velar por su defensa.

La libre circulación de personas y, por consiguiente, la mezcla de ideas y preferencias políticas no deberían suponer un peligro y, desde luego, no lo serían en una comunidad política cuyo poder tuviese un alcance limitado y apenas interfiriese en la vida de sus ciudadanos. Sin embargo, ante el cada vez más preponderante papel del gobierno —ya no nacional sino europeo— convirtiendo en asuntos públicos cuestiones privadas, casi parece una consecuencia lógica que exista cierto temor a lo diferente, y más cuando lo diferente simpatiza con regímenes autoritarios y no comparte la misma visión por el respeto de las libertades individuales.

En definitiva, que ni la globalización come niños ni la inmigración es un fenómeno inocuo. Vamos, que ni subo ni bajo, cortesía de mi porcentaje gallego. En cualquier caso, me despido con esta cita de Rallo: «Se trata, pues, de extender a la esfera internacional los principios de libre asociación civil y de libre asociación comercial, pero no el de adscripción política obligatoria: una aldea y un bazar globales, pero no un Estado planetario».