Hasta el otro día no recordaba lo buena que es Dunkerque, la de Christopher Nolan, del 2017, lo mucho que me gustaba, lo bien que me siento cuando termina esa historia que tiene todo lo que debe tener para no olvidarse nunca. Uno puede olvidar los detalles, lo anecdótico, pero nunca olvida, una vez vista, que Dunkerque está ahí para hacernos sentir mejor, fuertes, imbatibles cuando parece que todo está perdido. No sé si en estas líneas que siguen diré algo que haga justicia a esas intensas emociones que se sienten en cada segundo de película y en las horas de después, pero voy a intentarlo, porque he vuelto a Dunkerque y quiero que lo sepan.
Dunkerque es una historia que incide, sobre todo, en uno de los puntos más olvidados de la guerra: la familia y el hogar. Y digo esto porque es lo que nos muestran sus dos personajes principales, a mi modo de ver. En primer lugar, tenemos a ese hombre —interpretado por Mark Rylance— que se lanza al Canal de la Mancha con su hijo y ese otro chaval antes de que la Royal Navy requise su lancha. Ese hombre del que sabemos muy poco quizá haya combatido en la Primera Guerra Mundial en las trincheras y ya había tenido suficiente guerra para una vida, pero del que lo conocemos todo cuando dice que perdió a un hijo en la Royal Air Force. Ese hombre es la familia, en este caso, de todos los ingleses, es padre, hogar y casa.
En segundo lugar, el personaje interpretado por Kenneth Branagh, del que soy irresistiblemente devoto. Ese que asomado a los prismáticos en el espigón dice eso de «por Dios. Casi se puede ver desde aquí». «¿Qué cosa?» «Nuestro hogar». Ese que trata de sacar a los cuatrocientos mil hombres, que se dice pronto, atrapados entre los nazis y el mar. Que trata de llevarlos a sus casas y devolverlos a sus madres un poco sanos y salvos, vivos. Ese oficial cuya misión no se termina cuando todos están en tierra firme, devueltos, y que se queda en la futura Francia ocupada para, quizá en una segunda parte de Dunkerque, liberar Europa. Pasarán muchos años.
Dunkerque tiene muchas cosas que agradezco y que demuestran lo buena que es, pero quizá una de las cosas que más me gustan, y perdónenme si se me puede acusar de algo con lo que voy a decir, es que no aparezca por ningún lado esa recurrida y típica historia que el cine bélico actual trata de meternos a calzador, ésa en la que una heroína francesa u holandesa de la Resistencia ayuda al soldado atrapado entre las líneas enemigas con comida, refugio o medicina. No. Dunkerque no nos trata de meter a una madre de familia inglesa que cogió el barco de su marido en Dover y se lanzó al rescate ella sola de la Fuerza Expedicionaria Británica atrapada en la playa y puerto francés. Que sí, que hasta su difunta Majestad la Reina fue mecánica antes de ser Isabel II. Que sí, que todos contribuyeron al esfuerzo de guerra. Pero a mí, y de nuevo pido, quizá, disculpas, me cansan mucho esas cosas impostadas.
Dunkerque es una gran película bélica que combina lo mejor del género. Terror y amor; el honor de hacer lo que hay que hacer; el miedo a lo que no se ve y a lo que viene después; la belleza de la maquinaria de guerra, expresada con esas imágenes de los Stukas, Spitfires y Junkers luchando sobre cruceros y acorazados a rebosar de tropas que se cruzan con cargueros, barcos de pesca y embarcaciones de recreo. «Sois marineros aficionados, no la maldita Armada». Volver a ver Dunkerque me ha recordado lo buena que es y que, sin lugar a duda, forma parte de eso que acostumbro a llamar el cine donde vivir. Póngasela ahora ustedes, de nuevo, y vean a los británicos hacer lo que tenían que hacer y que tan difícil era: sobrevivir. Fue suficiente.