El blanco y negro

En Advenimientos, Jiménez Lozano describe unos cielos «plomizos y kierkegaardianos», y, a renglón seguido, con la mente esclarecida de los buenos escritores de diarios, hace una consideración sobre el blanco y negro. La leo y la releo, y aquí la copio para ti: «Yo creo que estamos tan estragados por los colorines de nuestro mundo, desde los carteles a la televisión y las fotografías de color, que el blanco y el negro han adquirido una categoría estética y hasta filosófica, el peso de algo a la vez íntimo y serio, y como un sello de verdad».

Quizá eso es, en parte, lo que nos pasa: los colorines del mundo embotan nuestros sentidos, y pareciera que ya no sucede nada interesante, nada que no sea un mero entretenimiento o una excusa para la risa floja. En ese contexto de saturación ambiental, la aparente sencillez del blanco y negro —¡apenas dos colores!— viene a rescatarnos. Es como si la profundidad del negro adensara la vida. Como si los afectos ganasen espesura y gravedad. Como si los instantes cogieran peso.

También en esto el cine resulta la mejor escuela. Hace unos días, mi mujer propuso que viéramos Al otro lado del río y entre los árboles, la película de Paula Ortiz basada en el libro homónimo de Hemingway. En principio, ni mis hijos ni yo —amantes todos de los colorines del mundo— estábamos dispuestos a ello. «No, que es en blanco y negro», argumentó alguien (no se dice el pecador). Fue en vano: no somos nosotros, sino ella, quien en casa decide la cartelera.

Y fue un acierto. Qué belleza de película. La fotografía entusiasma y la historia discurre como por una pendiente hermosa. Lástima, si acaso, la escena final, que concluye innecesariamente en el abismo. Pero nada empaña el brillo del blanco y negro, que —otro acierto— contrasta más cuando el protagonista hace memoria, porque rememora los hechos del pasado a todo color.

No es sin más una cuestión estética. El sibarita y el sabio ni se parecen ni se confunden, porque el primero presume de un refinamiento que sólo el segundo consigue. El asunto trasciende el arte y adquiere —si en esto he entendido bien a Jiménez Lozano— una categoría vital. El blanco y el negro —que son la ausencia de aderezos— nos convocan a lo simple y radical, al contraste entre lo que somos y lo que querríamos ser. En el blanco y el negro se dan cita, entremezcladas e indistinguibles, la libertad y la gracia. Hay en ello una llamada silenciosa a la verdad, al descubrimiento de lo que sobra (para que luego desaparezca de la escena).

Se me dirá que estoy divagando y que no concreto. Y es verdad. Pero es que al escribir uno no busca un recetario, sino aguas más profundas, y «no contentarse con los desperdicios depositados por la marea en las playas» (Varden). Y lo mismo le pasará al lector: que no anhela el color, sino la luz.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).