Recuerdo aquel 7 a las 7 como si fuese esta misma mañana. Y, aunque me resulta imposible concretar el año, no pienso buscarlo. Desisto porque aquello que aún permanece en mi memoria poco tiene que ver con lo periodístico o lo temporal, sino, más bien, con lo sentimental. Para el caso me es indiferente si aquel septiembre fue el de 2009 o el de 2010.
Ese día, con más ilusión que curiosidad, me levanté y me puse guapo ―lo que pude― para escuchar la radio y, para mí, que soy un romántico y también ―como le decía mi abuelo a su hermana―, a veces, un pamplinoso, la radio fue el refugio que llevaba tiempo sin ser. Realmente eran las voces de siempre a la hora de siempre, pero en otro lugar, en teoría, más independiente. Más libre. De algunos.
Que el noveno mes del año funciona en la práctica como el primero es un lugar común en el que prefiero no ahondar. Y no lo haré. Pero tampoco voy a obviar que aquel lunes sentí una sincera y reconfortante esperanza en que por fin llegase la alternativa mediática, en este caso radiofónica, que millones de españoles esperábamos desde la extinción buscada y provocada de Antena 3. Radio, claro.
Hoy, 10 o 12 años después, el refugio es, si acaso, estación. En el dial. O de tren. Con todo el abrigo que unos andenes pueden proporcionar. Símiles forzados aparte, el caso es que entre mamparas y constantes referencias al monotema, el cambio de hace alrededor de una década es ahora ilusión, y no precisamente en la misma acepción de entonces. O sea, un espejismo, un recuerdo casi tan lejano como aquel 7 a las 7.
Ahora, cuando hasta lo que fue esperanza aprieta, disfrutemos la gracia de decir lo que casi todos callan. De defenderlo. Es más, de creer en ello. De buscar incansablemente la virtud. Hagámoslo convencidos de que somos más, agradecidos, eligiendo mantenernos firmes para cambiar en vez de mudarnos para permanecer.
«Todos piensan en cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo», escribió Tolstói. También, «no hagáis el mal y no existirá». Pensemos pues. Y actuemos.