Llevo unos cuantos días viendo, leyendo y escribiendo cosas a propósito de Woody Allen. Con esto de su anunciada, inminente y triste retirada del cine en activo uno se ha puesto nostálgico y morriñoso, y claro, ha decidido empaparse de nuevo de las cosas que tienen que ver con el genio neoyorkino, que es, inevitablemente, una gran parte de su educación sentimental. La cosa es que me he puesto a pensar en ello y, caray, me he dado cuenta de que nunca había tenido presente que, de todas las cosas que tienen que ver con Woody Allen, de todas sus obras maestras, de todo el legado cinematográfico y cultural que deja, el mayor regalo que ha hecho a la historia de la humanidad ha sido, sin duda, dejarnos ver a Diane Keaton tal y como él la ve.

Que Diane Keaton es inmejorable, que no necesita carta de presentación ni a nadie que refuerce su personalidad, que tiene lo que tiene que tener en su justa medida y hecho con los ingredientes perfectos, es algo que salta a la vista hasta para las miradas más miopes. Pero, incluso así, incluso viéndola con esta meridiana claridad, cuando uno la observa a través de esos anchos cristales de las gafas de Allen descubre que Diane Keaton es aún mejor. Y esa mágica mirada de Woody no es otra que el amor, el amor más bonito y tierno que pueda vivirse, el que se comparte con la amistad y difumina los bordes de una relación. Amor como conditio sine qua non de la amistad y amistad como la conditio sine qua non del amor.

Woody Allen y Diane Keaton mantuvieron una relación amorosa corta anterior a cualquier relación fílmica, incluso llegando a convivir. En no pocas ocasiones se aclaró que cuando comenzaron a grabar juntos ella ya estaba con otra persona. Pero esa relación amorosa es una de las que a mí se me antoja más duradera y bonita de todas las que nos haya dado toda la historia del cine. Más duradera porque ha seguido durante todas sus vidas y más bonita porque a mí me parece que Woody Allen, de no haber conocido a Diane Keaton, habría sido la mitad de Woody Allen. Y tanto es así que en 2017, Keaton recibió el premio honorífico del American Film Institute. la presentación la hizo su Woody Allen, conocido por evitar este tipo de actos públicos, quien, entre bromas, declaro que a partir del momento en que la conoció vio la vida a través de sus ojos. Ahí es nada.

Woody Allen se ha pasado su cine contándonos subrepticiamente su amor por Diane. La gran mayoría de sus personajes femeninos son ella: por supuesto que lo son Annie Hall en Annie Hall, Mary Wilkie en Manhattan, Sonja en La última noche de Boris Grushenko, Linda Christie en Sueños de seductor, Luna Schlosser en El dormilón, Carol Lipton en Misterioso asesinato en Manhattan y Renata en Interiores. Pero en todas las demás —un día tendré que hablar de lo estupendísimas que son casi todas— hay algo de Diane, siempre subyace un papel para ella: Helen Hunt, Scarlett Johansson, Naomi Watts, Emma Stone, Cate Blanchett, Kate Winslet, Selena Gómez—. Woody Allen se ha pasado su vida hablándonos de Diane. Sólo como curiosidad les diré que en su Conversaciones con Woody Allen, Eric Lax recoge en el índice alfabético unas cincuenta y seis páginas en las que Woody Allen se pasa hablando un buen rato sobre Diane Keaton. Para echar números, sólo marca ocho en las que habla directamente sobre Manhattan y doce referidas a Nueva York. Y ahí es cuando uno comienza a sospechar.

Y creo que a Woody Allen mostrarnos esto que les digo no le ha sido realmente difícil o arduo. Creo que ha sido, más bien, una cosa natural. Porque cuando uno quiere mucho y siente un amor tan profundo por alguien es del todo inevitable que se le vaya desprendiendo por todos y cada uno de los poros de su piel, que se transmita en su escritura, en su manera de hablar, en las cosas que hace, esté con quien esté. Creo, firmemente, que Woody Allen no se ha esforzado mucho en ocultarlo porque, sencillamente, se siente afortunado de haber encontrado a esa persona con la que congenia de manera sincera, con quien se puede reír y hablar de todo, especialmente de las cosas intrascendentes, de las vacuidades. Woody Allen sabe que eso es lo realmente difícil, coincidir con ese alguien con quien nos encontremos cómodos al hablar de las cosas menos importantes de la vida, con quien nos podamos meter un poco, quien se meta un poco con nosotros y con quien contar en los momentos de la vida en que realmente se necesite. Esa amistad, ese amor que quizá no se materialice en una relación amorosa, en un casarse y vivir juntos para siempre, esa historia entre dos personas me parece muy de película de Allen.

Y, además, quiero pensar que la historia de Keaton y Allen es cosa compartida. Cosa de la que tampoco me es muy difícil estar convencido. En sus memorias, Ahora y siempre, Keaton recoge esta entrada, que es la absoluta definición del amor sencillo, de lo que quiero en mi vida, si se me permite el matiz personal: «Hoy, antes de abrir el ordenador en el aparcamiento, he revivido uno de mis recuerdos favoritos. Woody y yo estamos sentados en uno de los escalones del MET, que acaba de cerrar. Observamos a la gente. Nos reímos y decimos las mismas cosas de siempre. Es una tarde perfecta. Con Woody hubo muchas tardes perfectas». A mí me hace sentir esa complicidad, pero ustedes dirán.

Pero, para concluir, quiero hacerles notar un detalle de entrega de premios del AFI, de la que antes les hablaba. Pasa casi inadvertido aquel momento y lo tienen en YouTube para comprobarlo ustedes mismo. Ese instante ocurre cuando, tras la presentación, bromas y elogios, ella sube al escenario para darle un abrazo, agradecerle las palabras y recoger la estatuilla, que en este caso es una estrella. Él en medio de ese abrazo señala el premio y le dice «Ahora mismo lo voy a poner en Ebay». Y yo, entonces, vuelvo a imaginarme todas las bromas que se habrán hecho a lo largo de su vida, yo vuelvo a imaginármelos sentados en esas escaleras del MET, en un cine, en una cafetería o detenidos en un paso de peatones de Nueva York despidiéndose de una vida juntos. Esa es la complicidad que veo a lo largo de toda su historia, lo tierno de su relación. Ahí es donde siento, de nuevo, que a Woody Allen no le ha sido difícil descubrirnos que, además de por el segundo movimiento de la sinfonía Júpiter, de las peras y manzanas de Cézanne, de escuchar el Potatohead Blues de Louis Armstrong, de Groucho Marx, Willie Mays o Sinatra, merece la pena vivir por patearse la Tercera Avenida o sentarse por la noche con Diane frente al puente de la calle 59, por estar enamorado de ella.