El olor a césped recién cortado me transporta a los veranos de antaño, pues en casa de mi abuela se cortaba el césped cada semana. Es curioso que, aun veraneando en el norte, las imágenes que se reproducen en mi cabeza son siempre bajo un cielo azul y un sol de justicia. Noto el calor moderado con el que Galicia acoge a sus veraneantes mientras veo delante de mí esa playa infinita que mis padres recorrían de principio a fin cogidos de la mano. Paseaban sólo cuando había marea baja y se hacían muchas bromas; sobre todo él a ella, que se reía como si le hubiesen contado el mejor chiste del mundo y lo llamaba «imbécil» de forma cariñosa. En mi mente están todavía enamorados.

Sus paseos eran largos; tanto que a mí me daba tiempo a jugar partidos de fútbol con resultados surrealistas. Aunque importaba mucho más el último gol que el resultado: «El que meta gana», decíamos cuando daban las tres y nos llamaban para ir a comer a casa. Daba igual que un equipo fuese ganando once goles a seis, y siguió dando igual años más tarde, cuando empezamos a jugar por las tardes porque ninguno se iba a dormir antes de que saliera el sol.

Pero antes de que importasen más las noches que los días también lo pasaba en grande. Especialmente cuando coincidía con mis primos y los tíos nos llevaban a montar en bicicleta. Íbamos hasta Bayona —con y griega— y nos invitaban a desayunar cuando llegábamos. Me gustaba el plan porque íbamos todos, pero yo odiaba la bicicleta. De niño la odiaba por un motivo puramente estético: las bicicletas son generalmente feas y pedalear es una acción absolutamente ridícula. Hoy, en cambio, la odio sobre todo por motivos políticos, pues vivo en una especie de ciclocracia —Julito dixit— capitaneada por cosmopaletos que han hecho de la bicicleta su medio de transporte favorito. Son ciudadanos ecofriendly que, además de recorrer la ciudad pedaleando —y provocando, claro, unos atascos kilométricos—, me miran por encima del hombro, como si fuesen mejores que yo porque el único CO2 que emiten a la atmósfera procede de ellos mismos. Bueno, y de los canutos que se estacan, pero eso no suelen decirlo.

Ese tiempo en el que importaban más los días que las noches fue un periodo entrañable y largo en el que lo único que lograba romper la monotonía eran las visitas fugaces a Portugal que proponían mis padres. Íbamos con frecuencia a Valença, el primer pueblo del otro lado del Miño, pero también a Braga, a Coímbra y, sobre todo, a Fátima. Allí siempre pasábamos al menos dos días; dos días en los que mis padres se dedicaban fundamentalmente a rezar y a agradecer a la Virgen mi nacimiento. Según mi madre, yo no era sólo hijo suyo, también de la Virgen de Fátima, a la que había ido a visitar junto a mi abuela cuando estaba embarazada de mí para pedirle que naciera sano. Me contaba muchas veces esa historia, y me la sigue contando, y me encanta. De hecho, estoy convencido de que si llego a tener fe algún día seré muy devoto de la Virgen de Fátima y, yo también, llevaré a mis hijos a verla de cuando en cuando.

No recuerdo cuál fue el último verano en el que hicimos esos viajes a Portugal, pero sé que coincidió con aquél en el que comenzaron a servir alcohol en las fiestas. Ese es el verdadero rito de iniciación para pasar de la niñez a la adolescencia. Por lo menos en España. En otros lugares hacen cosas mucho más extravagantes o peligrosas; aquí nos bebemos un whiskey-cola con nuestros amigos y procuramos que no se note que es nuestra primera vez. Es peculiar este rito de iniciación nuestro, pues lo repetimos incansablemente —variando, eso sí, la bebida— y sólo lo abandonamos si un médico nos obliga a hacerlo. A veces ni con esas, como mi abuelo cuando tuvo gota. «Yo voy a beber vino y me da igual lo que me digan», protestaba sin alzar la voz lo más mínimo. Nunca perdonó su botella diaria: media para comer y media para cenar. Y nunca —¡nunca!— lo vi borracho.

Este verano será, para mí, el primero sin olor a césped recién cortado y sin partidos de fútbol al atardecer, pues a Fátima y al abuelo tuve que renunciar hace ya mucho tiempo. Este verano me quedo en Madrid, trabajando y escribiendo, y lo único que conservo de esos años es el whiskey —ya sin Coca-Cola—, que me permite celebrar la vida con los que están y brindar por la memoria de los que se fueron. De las personas y de los veranos.