Me cuenta un profesor universitario una de las escenas habituales en las entrevistas de admisión que hace su facultad. Al candidato se le pregunta, entre otras cuestiones, sobre sus defectos y sus virtudes. El catálogo de los defectos es amplio. Ya se sabe que a cada uno le aprieta el zapato por un sitio (o por varios). Algunos confiesan faltas de constancia, por ejemplo. Otros, más ladinos, quieren hacer pasar como defecto lo que bien podría ser una virtud, y, así, se acusan, por ejemplo, de ser «demasiado audaces». El truco está en el adjetivo. Nada es bueno en demasía. Ni siquiera la cerveza.
Con las virtudes, sin embargo, no pasa lo mismo. Como los estudios que imparte esa facultad exigen cierto ingenio, los candidatos suelen repetir que una de sus principales excelencias es la creatividad. «Yo es que soy muy creativo», dicen. La creatividad como estribillo. O más bien, según me cuenta mi confidente —hábil interrogador—, la creatividad como uno de los mitos de nuestro tiempo.
La cosa tiene su guasa. No es sólo que este nuevo sujeto creativo se haya liberado de la funesta manía de pensar. Se ha librado incluso de la tediosa tarea de crear. Él es creativo por sus pistolas, porque él mismo lo desea y lo proclama. Aquí lo decisivo es la aspiración personal, las ganas íntimas, el sentimiento inefable de que uno alberga, en su fuero más interior, una creatividad inmensa. Bastaría, pues, con autodenominarse creativo para serlo ipso facto. La voluntad lo puede todo. Los sentimientos son libérrimos. Debes cumplir tus sueños. Tú puedes, campeón. Quiérete a ti mismo. Desea sin límites. Eres creativo. Lo eres porque sí. Y punto.
Pero ni la Policía es tonta ni los profesores universitarios se chupan el dedo (no, al menos, mi confidente). Cuando el candidato se define como «creativo», el interrogador sólo le pide que le muestre alguna de sus creaciones. Algo concreto, una cosa real. Lo que sea: una poesía, un podcast, un dibujo. Algo que haya sido hecho por el presunto artista. Y es entonces cuando, sin comprender del todo la pregunta, el candidato balbucea y se enroca en su creatividad potencial o en sus ansias de producción inconcreta que algún día verán la luz. Y cita a Steve Jobs.
Mi impresión es que este afán contemporáneo de considerarse creativo a todo trance no es más que puro psicologismo. Prevalece lo psicológico (y, más en concreto, lo subjetivo) en cuestiones que, por su naturaleza, necesitan una materialidad concreta, casi tangible. Lo explicó Ibañez Langlois al estudiar la creación poética. El arte no es primordialmente conocer, intuir o sentir, sino hacer. Por eso «el pensamiento en ciernes es una sospecha, nebulosa e informe, que sólo adquiere realidad a medida que se le da forma, forma de lenguaje, palabra, verso». Y por eso antes del poema no hay poesía: hay vida, pero todavía no hay arte. Habrá poesía cuando esa vida se haga vida de la forma, es decir, poema. Si no, habrá artistas sin arte.
Con todo, me parece que debemos atender a ese impulso creador que, aún difuso —«en ciernes»—, dicen contener las almas de los más jóvenes. Puede que, con palabras torpes, no estén haciendo otra cosa que mostrar esa intuición tenue que es el punto inicial de todo arte, ese estado de inquietud que precede a la eclosión de los verdaderos creadores.
Tendré que hablar de esto con mi confidente universitario, por si en sus entrevistas pudiera separar el grano de la paja. Y también para que anime a sus futuros alumnos a pasar de las musas al teatro.