Yo no sé si de esto se puede hablar en una columna, pero ayer mi novia y yo comenzamos a vivir juntos. Me da un poco de coraje, como dicen en el sur, contárselo a ustedes. Primero, porque estoy acostumbrado a hablar de cine, de libros o de historias de otros. Quiero decir, que estoy acostumbrado a contarles esas historias que les pasan a otros y que yo hago, de vez en cuando, mías, por eso de verme reflejado en la pantalla. Hablar ahora de mi historia, pretendiendo que sea un poco la de todos, buscando que se puedan ver reflejados de algún modo en ella, me da tanto vértigo que comienzo a marearme. Por otra parte, no creo, ni mucho menos, que lo nuestro sea ejemplo de nada, ni una muestra de valentía, ni de rebeldía contra nada, nada de eso. Digo esto porque he recibido algunos mensajes atribuyéndonos esas hipotéticas virtudes. Muy agradecido a los buenos deseos, claro, pero creo que lo nuestro es mucho más sencillo.

La cosa es que comienzo a vivir con ella y yo no termino de creérmelo. Supongo que es la sensación más común cuando te ocurren las cosas buenas de la vida. Yo no sé si algún día llegaré a darme cuenta de que es una realidad, quizá, porque estoy demasiado acostumbrado a ver que estas historias ocurren en la pantalla o entre las páginas de en los buenos libros. Cuando pasan fuera es como si fuesen un poco ficción, cuesta creérselo. Lo cierto es que aquellas historias de la ficción no me es difícil incorporarlas a mi vida mediante esa maravillosa técnica de la imitación —cosa que generalmente me suele salir mal porque soy un pésimo actor. Pero como de imitación vive el hombre o, al menos, la imitación es una parte importante de nuestra pirámide nutricional, creo que uno tiene que aspirar a que la ficción sea un poco realidad. Pues uno aprende a vivir, aprende a saber vivir, mejor dicho, de lo que ve. La cosa —me he ido— es que ayer comencé a vivir con ella y a mí esto ya no es que me parezca una película, sino mejor, me parece una vida. Una vida un poco mezcla de géneros —como toda buena vida—, porque ni me había imaginado a mí mismo yendo a comprar un felpudo y fue toda una comedia, ni me imaginaba haciendo la mudanza de esos libros que he ido acumulando sin darme cuenta y moverlos de una casa a otra fue un auténtico thriller. La realidad, a veces, supera a la ficción. Ya lo siento por el tópico.

Ayer comenzamos a vivir juntos y lo importante de todo eso —para ustedes quiero decir— es que nuestra historia puede ser la historia de todos. Y creo que puede ser la de todos porque es a ella, precisamente, a la felicidad, a la que deberíamos aspirar. Por eso que llamó tanto mi atención lo de recibir aquellos mensajes. Me sorprendía darme cuenta de que no muchos se lanzan a la piscina, no muchos dan el salto. Y ciertamente yo sé que si lo doy es ella, y porque pienso que las piscinas, cuidadas con esfuerzo y dedicación, suelen tener agua. Pero claro, puedo equivocarme. Vivimos en la época del descuidado y lo efímero, la época en que lo común —y triste— es lo contrario a lo que hoy comenzamos nosotros. Y eso es preocupante. Porque no es para nada difícil, sólo hay que ser conscientes del amor que se tiene el uno por el otro y de que las cosas, a veces sin esfuerzo y otras con mucho, pueden salir bien.

La cosa es que ella ayer llegó a la que, a partir de ese momento, es nuestra casa y yo le he dejado sobre la cama un ejemplar de la Carta a los matrimonios que S.S. el Papa Francisco les dirigió con ocasión del Año Familia Amoris laetitia. Y lo he hecho porque he pensado mucho en aquello que en su día leí en ella y que dice que hay hacer que «el hogar sea un lugar de acogida y de comprensión». Que las relaciones tienen que basarse en esas tres palabras: «permiso, gracias, perdón».  Y que «cuando surja algún conflicto —que surgirá—, nunca se termine el día en familia sin hacer las paces».  Sólo quería recordarle —y prometerle— a ella que debemos esforzarnos para encontrar esos «momentos de paz» de los que habla Su Santidad y que, de vez en cuando, tendremos que lanzarnos «una mirada mutua hecha de ternura y bondad». O tomar la mano del otro, cuando esté un poco enojado, para arrancarle una sonrisa cómplice. A mí eso me parece fundamental ahora que empiezo a formar mi propia familia.

En fin, que hoy en esta gaceta mi única intención es darles unas palabras de ánimo a quienes se vean en una situación similar. A decirles que no están solos y que las cosas pueden salir bien, y a alentarles a vivir y a dar un golpe en la mesa, levantando un poco la voz, para decir que esto es lo que hay, que hay cosas que valen la pena, que esto es lo que queremos y, además, merecemos. Porque así, dentro de algunos años, quizá podamos decirles a nuestros hijos —siendo ellos la prueba de que todo salió bien— que sí, que nos la jugamos, que no sabemos qué clase de locura pasó por nuestra cabeza en medio de la vorágine del no comprometerse, del relativismo y del todo vale, pero que hicimos lo que había que hacer.

No sé si al enterarse de que les cuento todo esto me echará de casa, pero cuando uno siente una felicidad desmedida, como es consciente de su fugacidad, no puede no desear compartirla con todos. Y como se la deseo en la misma cantidad a ustedes, tanta como la que mía de hoy, no puedo más que decirles una cosa más: den el salto. Luego, Dios dirá.

Iñako Rozas
Abogado. Dirijo «La Trinchera». Subrayo con regla, tomo el café en taza blanca y lo de enamorarse me pone nervioso. Hablo de cine y vida, valga la redundancia. Muy de Cary Grant.