Si han tenido la ocasión de disfrutar un 15 de agosto en Italia —y, en caso contrario, créanme, inténtelo—, conocerán la afamada festividad de Ferragosto, así llamada por el descanso de Augusto (feriae Augusti), decretado en el ya remoto año 18 a.C. y que solía anudarse a los festejos programados con motivo de la finalización de las tareas y faenas del campo.

La figura del Ferragosto ha inspirado películas, como Pranzo di Ferragosto, galardonada en el Festival de Cine de Venecia y dirigida por Gianni di Gregorio, o Ferragosto in bikini de Marino Girolami, que toma su nombre del éxito musical del grupo Quartetto Cetra, quienes también aparecen en el film.

Ferragosto es, lato sensu, el vaciamiento de la ciudad, con motivo del descanso, para disfrutar de esa garantía, instituida en el artículo 24 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, según la cual: “Toda persona tiene derecho al descanso, al disfrute del tiempo libre, a una limitación razonable de la duración del trabajo y a vacaciones periódicas pagadas”.

En la España de hace no tantos años, nuestro particular Ferragosto se escenificaba con el vehículo repleto hasta los topes de maletas, la íntegra familia ocupando sus asientos, un trayecto hasta la playa más cercana y las habituales discrepancias sobre el lugar en el que parar a almorzar o el mejor rincón para depositar toalla y sombrilla, todo ello aderezado con un hilo musical, repetitivo, de familiares, vecinos de arena y otros sujetos que pululaban y poblaban la vasta costa nacional.

Existía algo de entrañable y de coherente en ese reposo compartido, familiar, conjunto. Una cierta línea de cotidianeidad y costumbre, de compartir lo común y propio, en abrir la tartera con la tortilla, la ensalada, los filetes empanados y un botellín de cerveza que guarda cierto frescor gracias a la nevera portátil. En que el espeto del chiringuito continuara alzándose como algo excepcional dentro de lo episódico del descanso estival.

Algo debimos de hacer mal

Gracias a la corriente que considera casposo, trasnochado o antediluviano aquello que, de un modo u otro, se anude a lo tradicional, las vacaciones han dejado de ocupar ese lugar de descanso y familiaridad, para adentrarse en el excitante y siempre aventurero mundo de las experiencias —permítanme que utilice cierta novación en los significados habituales de las palabras; concedámosles esa victoria a ellos.

El auge del fenómeno low-cost (en los transportes, en la ropa, en la restauración, en el ámbito de los principios; conviene no simplificar, ni pecar de ingenuos) ha propiciado un mayor acceso al común de los mortales a destinos que antes (cuando viajar en avión significaba tomar champán y, por lo tanto, un lujo al alcance de pocos bolsillos) eran recónditos e inalcanzables.

Y, no tan incomprensiblemente, esas experiencias han de ser objeto de narración y pública exposición en las redes sociales. Requieren de encuadres y filtros increíbles, de sintonías evocadoras, de danzas sinuosas e insinuantes, de copas a medio apurar acariciadas por el sol que se esconde en la línea del infinito de alguna playa pretendidamente salvaje, de la portada de un libro que, sin embargo, nunca se acabará, de un mensaje motivacional falsamente atribuido a cualquier personalidad que contó con cinco minutos de fama catódica.

Un escrutinio popular que, huelga razonar, no superaría la dictadura del like si la imagen fuera la del utilitario cargado hasta la baca y con la abuela, atrás, frunciendo el ceño e intentando disponer sus adiposidades en las estreches del asiento trasero. Exclusividad. Disfrute de la experiencia. Exprimir la vivencia de un modo único e irrepetible. Ser la envidia del gremio virtual. Enjoy it.

Y, curiosamente, el concepto de exclusividad, especialmente en el disfrute de vacaciones, viene aparejado a dos aspectos ineludibles, soledad y un encarecimiento del servicio objeto de transacción —si reparan en ello, raro es el momento en el que, durante el descanso, no estamos echando mano de la billetera.

La misma mesa del restaurante, en otro mes; idéntica botella de vino, en otra fecha; el atardecer único de cada tarde en el mirador, en una jornada ordinaria… todo, acostumbra a ser más económico y, por regla general, más susceptible de un pacífico aprovechamiento, no enturbiado por el enjambre de palos-seflies.

Quizá todo lo anterior no sería muy preocupante sino empapase a la vivencia habitual —o acaso no se acostumbraron a que su café sea presentado en un vaso de papel garabateado con rotulador o a no ser atendidos en la mayor parte de los comercios a los que acuden—, pero cuesta creer que, en esas escasas semanas en las que el trabajo permite cierto respiro, la mente humana continúe exponiendo una necesidad inaudita de acelerada vivencia (virtual y terrenal).

Nos dejamos arrebatar las vacaciones

La calma de ese vermú a la una antes de preparar una comida fresca de verano. De dormir —los que lo hicieran— con el murmullo de la narración de los esfuerzos de unos ciclistas por la geografía francesa. De apostarse en la ventana, leyendo una novela, a la espera de que el fuego canicular permitiera salir a la calle. De la conversación vecinal hasta la madrugada, cuando el descenso mínimo de temperatura lleva a utilizar el vocablo refrescar. De escuchar el chapoteo de la tropa familiar en la playa mientras ojeas los fichajes que, un año más, tu equipo no va a efectuar, pero se anuncian a bombo y platillo en el diario deportivo.

Dicen, incluso, que, en la ciudad, desaparecieron los rodríguez —y no les hablo del conjunto musical, que ése, lamentablemente, hace mucho que ya dijo hasta luego. Entregamos nuestras vacaciones por la promesa de vivir experiencias y, me temo, el trato tuvo más de truco —porque, igual yerro, pero perdimos. Al menos, si a ustedes les compensa, su última publicación podrá cosechar una importante ración de likes, aunque algo me hace pensar que echarán de menos el sabor de la esponjosa tortilla de patatas de su abuela.