Los obituarios de personas y personajes, anónimas y célebres, acostumbran a ser una colección de elogios que, al margen del mensaje concreto, certifican, en efecto, el fallecimiento de persona en cuestión. Sin embargo, las esquelas de conceptos, teorías y fenómenos son a menudo de diferente naturaleza. Por un lado, porque, lejos de elogiar, frecuentemente son bastante críticas con el difunto. Por otro, porque acostumbran a referirse a un ataúd, en realidad, vacío o en el que reside un cuerpo distinto del que anuncia la lápida.

Con esta reflexión en mente me gustaría enmarcar la reciente publicación de la última encuesta sobre creencias del Centro de Investigaciones Sociológicas, que señala que cerca del 40% de la población española no cree en Dios en mayor o menor medida, pues incluyo aquí a ateos (15,7%), agnósticos (12,3%) e indiferentes o no creyentes (10,6%). A su vez, de entre los que se consideran a sí mismos católicos, destaca el porcentaje de quienes practican, pues sigue en caída libre, bajando al mínimo histórico del 16,7%, mientras que los católicos no practicantes alcanzan ya el 39,9%.

Al margen de la veracidad de estos datos, que algunos ponen en cuestión dado el pasado reciente del CIS, marcado por las críticas a una metodología discutible, no cabe duda de que nos encontramos ante un estadio más de la intensa ola de secularización que arrasa España desde hace ya varias décadas. Un fenómeno que ni tan siquiera el nouveau carisma del Papa Francisco ha conseguido paliar, y que en poco tiempo arrojará un panorama en el que los no creyentes superarán a los creyentes en España.

Siempre me ha parecido curiosa la definición que habitualmente otorgamos al adjetivo —que también es sustantivo— “creyente”, pues no es otra que “quien cree, especialmente quien profesa una determinada fe religiosa”, según la RAE. Profesar fe es equivalente a profesar amor, pues de eso tratan las religiones. No me refiero en estas líneas —como tampoco recoge el CIS— a una creencia como cualquier otra. La creencia en vida extraterrestre, o en la existencia de las hadas, por ejemplo, no suponen la entrega en cuerpo y alma a una causa o doctrina. La religión sí. Por eso, cuando hablamos de “creer” en un contexto religioso, en realidad nos referimos, aunque sea a grandes rasgos, a “amar”, pues ambos conllevan una entrega.

Este amor se puede predicar de toda la Creación en sentido amplio. En este sentido señala Eugene Trubetskoi en Iconos: Teología en color (1973), que la belleza de las imágenes es espiritual. Pues bien, pienso que lo mismo puede suceder con un paisaje, con una comida, con una persona… Pero la espiritualidad que emana de todo ello lo hace en concepto de icono, que no de ídolo. En otras palabras, son cosas que guardan una relación de identidad o semejanza formal con lo divino, pero han de ser distinguidos de lo divino. Evocan lo trascendente, pero no son lo trascendente.

Puede resultar útil aquí la reflexión de Juan Damasceno en Sobre las imágenes sagradas, donde distingue entre veneración y culto. San Juan usa el término latria para la adoración absoluta reservada solo para Dios, y la palabra proskinesis para describir la adoración relativa, o veneración, dada a la Madre de Dios, santos y objetos sagrados como reliquias e iconos.

Pues bien, nuestro tiempo, reflejado en la encuesta del CIS y también en nuestro día a día, confunde estos dos conceptos y transforma los iconos en ídolos. Es un síntoma peligroso y terrible cuando el placer sexual o el buen comer, por poner dos ejemplos, no nos llevan a mirar más allá —pues son buenos— como los peldaños que conducen al altar, sino que les levantamos sus propios altares, como lo hacemos al dios poder, al dios dinero, al dios de la longevidad…

Uno de los mayores errores que podemos cometer es el de atribuir esas cualidades cuasi-divinas a una persona. En particular, a aquella con la que hemos decidido compartir nuestra vida. Esto ocurre habitualmente durante el enamoramiento, pero puede volverse rápidamente en nuestra contra pues adorar —no me refiero aquí, evidentemente, al término coloquialmente utilizado como lenguaje romántico—, por ejemplo, a nuestra mujer, no hará sino causarnos una profunda decepción. Y es que a lo divino se le exige una rendición de cuentas infinitamente superior que la que podemos —y debemos— realizar de las criaturas. Siguiendo el ejemplo de nuestra mujer, su adoración es una profunda injusticia que cometemos contra ella y que, por descontado, supone una losa inamovible para la relación conyugal salvo que nuestra mirada se transforme y el ídolo se convierta en un icono.

Así sucede también con la unión sexual que, en sí misma, así como la vida familiar a la que conduce, nos ofrece un icono de la vida divina, pero cuando esperamos que el sexo satisfaga nuestro deseo de Dios, se convierte en un ídolo. Por este motivo, y por tantos otros ejemplos de vidas ajenas y de la propia, considero que el nihilismo dominante, la tristeza y el suicidio —físico, moral y cultural— no son signos de la ausencia de Dios, sino de la multiplicación de ídolos en los que hemos depositado nuestro corazón y nuestras esperanzas. Un acto de amor —porque a ellos nos entregamos— equivocado que nos recuerda permanentemente la divinidad real que asoma tras esas enmohecidas fachadas —lo que nos asusta y enfurece a partes iguales— y que nos produce una profunda tristeza y desencanto, pues los falsos dioses producen siempre tanta sed como la que prometen saciar. Ésa es la verdadera penitencia de la idolatría: la fugacidad, corruptibilidad y contingencia de los ídolos que desgarra nuestro corazón. Todo lo contrario de la paz que obtiene quien deposita sus esperanzas en lo perenne, incorrupto y necesario. Esa persona será inmensamente feliz incluso en este valle de lágrimas.

No es que hayamos enterrado un ataúd vacío, sino uno mal marcado. No hemos enterrado a Dios, porque no ha muerto. Lo que hemos sepultado es el compromiso de vivir una fe que nos exige unidad de vida; una difícil coherencia de nuestro día a día con una serie de convicciones y principios, y la reciedumbre necesaria para el interminable esfuerzo por vivir una existencia virtuosa. En nuestra obsesión por deshacernos de este modo de vivir, de contemplar el mundo y nuestra propia existencia, resulta paradójico que, incendiando los iconos que nos hacían más libres, hayamos erigido sobre sus cenizas un sinnúmero de ídolos que nos esclavizan. Por este motivo, la sociedad poscristiana no es atea, sino pagana. Todos somos responsables tanto del advenimiento de este aciago tiempo como de la urgencia por superarlo.