Confusión

De manera análoga a como, desde la infancia, nuestra personalidad se edifica sobre un puñado de certezas nítidas, una sociedad no se reconoce como tal si en su núcleo no sobrevive una reserva mínima de convicciones diáfanas. Añoramos la simplicidad de los tiempos, allá en la niñez, cuando la catalogación de los sucesos se atenía a reglas precisas. Esta propensión al dogma no era en absoluto nociva. Antes al contrario, nos proveía de un mapa fiable con el que salir de nuestras frecuentes perplejidades y desenvolvernos con cierta soltura por entre los intrincados laberintos del mundo. Más que ninguna otra edad, la niñez necesita un suelo firme sobre el que asentarse, y contrajimos una deuda imprescriptible hacia nuestros mayores desde el momento en que, al amparo de su autoridad, supieron orientar nuestro juicio en mitad del desbarajuste de un entorno que, en lo sucesivo, ya no dejaría de volverse cada vez más problemático.

De un modo coincidente, en el plano de la existencia colectiva es necesaria la preservación de un cimiento de valores compartidos si se aspira a que el edificio que nos cobija no acabe por desmoronarse. Aunque la fisonomía de una sociedad cambie, y lo haga a una cadencia cada vez más acelerada, bajo la pauta de las transformaciones debe persistir el latido de una continuidad. A lo que asistimos hoy, me temo, es justamente a lo contrario: al intento de aniquilar esos últimos vestigios de identidad que actuaban como argamasa de la vida en común. El resultado es el campo de Agramante en el que vivimos inmersos. Cada vez con un encono mayor, la tarea de los genios invisibles de nuestra época se cifra en el empeño de deshacer hasta la última fibra del tapiz de relaciones que antaño permanecía cohesionado. Y es de esta tarea de desmantelamiento de donde surge el rasgo distintivo de nuestra época: la confusión. Escribe Romano Guardini: «La confusión lo domina todo. Se ha perdido la jerarquía de valores. Cada uno piensa que todo le es lícito».

La subversión de los paradigmas no ya sólo morales, sino propiamente antropológicos en los que solía afianzarse nuestra civilización, deja tras de sí un paisaje indescifrable. Desprovista de asideros con los que resistir los embates de la propaganda, la conciencia se rinde a las astucias de los demagogos. El relato sustituye a la verdad. Los delirios de la ideología se anteponen a las evidencias tangibles de lo real. El ímpetu del caos prevalece. Es entonces cuando la duda nos asedia. La frecuencia con la que vemos que el mal se disfraza de bien o que lo injusto se hace pasar por ecuánime nos confunde. Así, no es infrecuente que hasta las voluntades mejor dispuestas acusen un decaimiento de sus fuerzas, una caída en el letargo y la apatía. Un poco más de presión y las puertas del fortín cederán. La conciencia habrá claudicado. El recinto del espíritu, finalmente, quedará expuesto al escarnio y al saqueo.

Hoy el individuo se enfrenta al empuje de un poder investido de pretensiones totalitarias y que prospera en el fomento del despropósito y la confrontación. Infiltrándose en las conciencias, lucha por trastornar hasta el último resorte de la interioridad de la persona y de ese modo confinarla en una isla de incomunicación. Frente a ello, y como modo de contrarrestar la inercia de la caída a la que nos vemos arrastrados, quedan a nuestro alcance unos cuantos recursos con los que al menos neutralizar una parte del daño que nos amenaza: perseverar en la búsqueda de la claridad; sortear el error de confundir lo complejo con lo farragoso; oponer a la Babel que es el mundo una tenaz voluntad de transparencia; rehuir las disputas estériles; esforzarnos por discernir de acuerdo a eso que Jünger llama «el orden de la vieja tierra», y que permanece intacto bajo la escombrera de inmundicias que cada día se vierten a nuestro alrededor; revestir, en definitiva, nuestra inteligencia y nuestro ánimo con las armas esplendorosas de la luz.

Porque como advierte San Pablo: «Si la trompeta da un toque confuso, ¿quién se preparará para el combate?».

Carlos Marín-Blázquez
Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).