Pues yo estoy de acuerdo con Lilith Verstryge. Las pasadas semanas, Podemos vino a organizar unos cursos de primavera, que es como si el rey Juan Carlos diera una charla TEDx sobre la discreción. En esas conferencias, que reunieron a lo más selecto de la izquierda española, Verstrynge declaró con vehemencia que «la meritocracia genera culpabilidad». El cainismo patrio sacó sus hienas contra la buena de Lilith, cuyas declaraciones no necesitaban de una posterior explicación —con la que, sin embargo, no puedo estar más de acuerdo.

Decía que innecesaria fue su tardía justificación porque el sábado El País publicó una tribuna en la que Verstrynge ahondaba en la idea de que «el mantra ultraliberal del querer es poder sitúa al individuo como único responsable de sus designios». Y yo no pude por más que sonreír porque Lilith, sin saberlo, intuye católicamente que el hombre no está solo y que la vida de los seres humanos no se desarrolla en la mera adhesión a uno mismo —que, todo sea dicho, resulta patética— sino en la dependencia más absoluta, con el otro.

Dijo José Peláez que el mérito, frente a lo que se piensa, es de izquierdas, «porque iguala, frente a su alternativa, que no es otra que el apellido, el enchufe y la relación. Al neoliberalismo tus méritos no le importan nada. Solo te va a pagar en función de la oferta y la demanda». Y pienso que quizá ese sea precisamente el fallo de la meritocracia. Que la igualdad, cuando es obligatoria, pierde su gracia. Michael Sandel ahondó en este diagnóstico en La tiranía del mérito. Que «parezca que los ganadores merecen ganar» conlleva que la meritocracia fabrique ganadores engreídos que creen que su victoria se debe a ellos mismos. Y viceversa. Es decir, que el espejismo del querer es poder no sólo construye ganadores vanidosos sino, sobre todo, perdedores frustrados, inmeritorios.

Al fin y al cabo, la meritocracia es el humanismo del Ibex, esa cosmovisión de los que ya han triunfado que, buscando un patrón, se han señalado a ellos mismos, como quien mira el dedo cuando brilla la luna. Por eso el mérito no es sólo de izquierdas. Es principalmente de ateos, de aquellos cuyas virtudes sólo remiten, en último término, al suelo mismo frente a la postura católica por la que creer en la meritocracia sería olvidar a Dios para enarbolar el estandarte de nuestras miserias.

Así, hasta cuarenta y dos veces cita el Catecismo de la Iglesia Católica la palabra mérito, y nada revelador nos supone descubrir que ninguna de ellas haga referencia al mérito humano. «Frente a Dios no hay, en el sentido de un derecho estricto, mérito por parte del hombre. Entre Él y nosotros, la desigualdad no tiene medida, porque nosotros lo hemos recibido todo de Él». El CEC lo deja claro: todo cuanto tenemos nos ha sido regalado. Dice también, eso sí, que «Dios ha dispuesto libremente asociar al hombre a la obra de su Gracia», como animándonos a no permanecer en el sofá esperando el triunfo, como queriéndonos decir que habrá maná, pero que caminemos.

Una vez más, la virtud del católico ha de residir en el equilibrio —in medio virtus— entre la sola scriptura protestante (que olvida las obras) y la meritocracia más extrema (que olvida la fe), sabiendo que, en último término, «nuestro mérito pertenece a la gracia de Dios». Así los aciertos de nuestra errática vida quedan perfectamente explicados: no son propiamente nuestros. Algo parecido quiso decir CS Lewis en Los Cuatro Amores, que «la amistad no es una recompensa por nuestra capacidad de elegir y por nuestro buen gusto de encontrarnos unos a otros, sino que es un instrumento de Dios». Vamos, que ni siquiera los aciertos de Lilith son solamente suyos.

La meritocracia, por tanto, se nos revela como un invento de aquellos que desde arriba y con las mejores vistas, solo son capaces de mirarse a sí mismos. Verstrynge resuena como Baruc y, al defender a ambos, nos machacarán utilizando un argumento clásico y estéril. Y nosotros enarbolaremos con orgullo aquello cuanto señalan. Como Lilith, somos «hijos de Papá». Y no podemos estar más orgullosos.