Leo a Karina Sainz recordar los numerosos ejemplares del volteriano Tratado de la Tolerancia que fueron vendidos allende los Pirineos después del atentado contra el semanario satírico Charlie. Me conmuevo.

Si alguien quiere emociones fuertes que se olvide de Céline, mejor leer al gran negrero Voltaire. Siempre hemos sabido de su proverbial anticlericalismo, pero su inquina contra los judíos es igualmente legendaria. Conociendo el paño, no es descartable que en la redacción de Charlie Hebdo las buenas ventas del opúsculo hubieran caído como un jarro de agua fría. Seguramente consideraran al pieza un vulgar hipócrita, además de un antisemita con balcones a la calle. No en vano, de las tres religiones monoteístas, la única que el semanario satírico solía respetar era la hebrea y, por supuesto, sus circunstancias.

Es conocido lo que ocurrió al histórico dibujante de Charlie Hebdo Maurice Sinet («Siné»). Fue despedido en 2008 por una caricatura en la que hizo alusión al braguetazo que Jean Sarkozy, hijo de Nicolas, dio al unir su destino con el de Jessica Sebaoun-Darty, miembro de una riquísima familia franco-sefardí dedicada al comercio del electrodoméstico en territorio galo. Para el valiente panfleto, relacionar judaísmo y éxito social era una odiosa línea roja. Algo infranqueable. Sin embargo, mofarse del genocidio ruandés, de catástrofes aéreas, poner al Niño Jesús en una letrina y herir la sensibilidad de propios y extraños de las maneras más chuscas que puedan imaginarse —les ahorro los detalles— era ejercer gallardamente el maravilloso penúltimo derecho que se ha dado nuestra civilización: el de blasfemia.

La primera vez que oí el concepto de marras fue a Caroline Fourest después de los atentados contra Charlie Hebdo. Colaboradora del semanario satírico, militante feminista y LGTBI —como tantos otros miembros de la casa—, muy cercana a intelectuales como el inefable Bernard-Henri Lévy, tuvo —o tiene— cierta relación con ese comando de las tetas y la sociedad abierta que se hace llamar FEMEN. Con la excusa de hacer su trabajo de reportera, acompañó a las activistas a boicotear una de las llamadas «Manif pour tous» que tuvieron lugar en París hace algunos años. Decidieron molestar a madres y niños de corta edad rociándolos con un líquido que habían bautizado como holy sperm. Sin embargo, las brujas volvieron al décimo distrito con el luciférico rabo entre las piernas después de haber sufrido alguna pequeña caída, luxación, bofetada o patada en el tafanario. Mala suerte: toparon con un grupo de católicos tradicionalistas que no se dejó hacer. No debían saber que cuando a Pierre-Yves o a Pétronille les sale el pelo de la Bretaña, uno puede acabar comiéndose la chevalière.

Aunque nos hayan vendido lo contrario, éste es el espíritu de Charlie y un ejemplo del percal que hay detrás del llamado «derecho a la blasfemia». No estamos ante una idea neutra nacida en el despacho del típico tonto útil. Tampoco ante un error que, fruto de una ignorancia salvable por la buena fe, pueda encontrar algún tipo de encaje o fácil justificación. Muy al contrario, surgido probablemente en alguna logia gala, se trata de un concepto antijurídico no sólo porque no esté legislado como tal, sino porque ha sido creado ad-hoc y financiando para que vaya más allá de la cochiquera donde encuentra su origenPor tantotiene un carácter selectivo, tasado, y cargado de intencionalidad política. Fourest y Levy son conocidos por su liberal-libertarismo, su anticlericalismo y sus controvertidas posiciones con respecto de la intervención occidental en Siria, Libia, Irak y lo que te rondaré… En el fondo, el «derecho a la blasfemia» está pensado para hacer las delicias del ateo mundialista o de esa derecha neocon (antiguamente trotskista) a la que interesa la amalgama o, si es joven, no distingue un chií de un wahabí o un ismaelita; que desconoce cómo occidente ha fomentado el islamismo radical allí donde ha querido en función de espurios intereses y que está dispuesto a que mancillen sus principios más sagrados porque «son las reglas del juego en democracia».  No, gracias. Halcón go home.

La ofensa gratuita al sentimiento religioso del prójimo o a sus más íntimas creencias, base sobre la que en algunos casos se ha construido, incluso, la sociedad en que vivimos, no puede ser un bien objeto de protección jurídica. Al menos cuando uno tiene una concepción más o menos clásica o prototípica de la ley, que consiste en entender ésta como la ordenación de la razón dirigida al bien común. No sé si algún jurista ha llegado a superar a Santo Tomás aquí, pero siempre es una referencia.

Dicho esto, es obvio que nadie merece morir como un perro, por mucho que se alimente de la inquina o su único fondo de comercio sea la provocación gratuita desde hace décadas. La ley no habría de estar para perseguir la blasfemia o a cualquier cantamañanas que se cisque en esto o lo de más allá.

Allí donde no debería haber cortapisa es en lo que tenga que ver con la libertad de cátedra e investigación; o a lo que pudiera chocar con las llamadas leyes memoriales fruto de lo anterior. Una sana libertad de expresión que nazca del razonamiento intelectual, de la expresión artística inteligente y no del insulto o el derecho a ofender de manera notoria, gratuita y dolosa las creencias más íntimas del prójimo es hacia donde debería dirigirse una sociedad que se tenga por avanzada. Lo contrario no es más que lo de siempre: el caos generado por un sistema donde chocan constantemente múltiples voluntades disfrazadas de derechos dentro de un contexto jurídico complejo, pero de escasa chicha en realidad.