La columna más hermosa que recuerdo de Julio Camba es aquella en la que un valiente lector le pidió, en alguna de las tertulias literarias donde se juntaban los hijos del Maine a comienzos del XX, que le describiese cómo era el mar; si de verdad era para tanto como decían algunos provincianos o señoritos que vacacionaban cuando en España la gente iba al océano a comer o a morir. Camba, aprovechando unos asuntos que tenía que atender en Villagarcía de Arosa, tomó varios trenes y una diligencia para hacer el último tramo a su pueblo natal, y se llevó el recado del lector.

Camba, un mes después, le contó lo que era el mar.

Obligado me veo, por haber ido más allá del muro de las ideologías de purpurina, a contar lo que es un barrio que le fue extirpado a la generación de El Niño, Bloom y las camisetas de una empresa de barquichuelas de pescadores de recreo como era Quick Silver; también a todos los de los colegios concertados y privados del extrarradio; a los que siguen envejeciendo en Spotify escuchando El Canto del Loco o El Sueño de Morfeo; a los que el bitcoin les parece un buen business; a los que tienen el Pérez o el García compuesto. También para los que Ryanair o Vueling son la última opción o que llevan en el antebrazo tatuajes geométricos que recuerdan a las pizarras de los colegios abandonados que hasta el curso siguiente nadie tiene la deferencia de borrar. En fin. Para todos ellos, Lavapiés.

Se trata de un barrio que delimita con La Tabacalera reconvertida en museo al sur; con la plaza de Tirso de Molina y el Rastro al norte; con el Museo Reina Sofía al este y al oeste con esos bloques de expatriados a los que ahora les toca coger el metro para ir a ver al Atlético de Madrid pelear un gol a un estadio con nombre en chino.

Al igual que La Condesa en Ciudad de México, Palermo en Buenos Aires o Carabanchel un miércoles por la noche, hay que saber moverse en según qué franjas horarias, sobre todo cuando no eres autóctono. También es importante, en función de los intereses que uno tenga, saber distinguir al viandante del menudeante. Los dos van igual vestidos y fijan la misma mirada de océano insalvable frente a sí cuando haces más contacto visual del que dicta la prudencia.

Hay muchos corrillos con patrones somosagueros, litronas desenvainadas por el suelo y mucho alucinado que abronca al aire. También están los que hablan a los perros como si fueran bebés rosados y pizpiretos. Hay mucho atrezo pansexual, barbas ortodoxas y dilataciones en los lóbulos lo suficientemente grandes como para poner a concursar a los periquitos cantores.

De sus fachadas pende Ucrania y la disforia de género, cubriendo todo el espectro del arcoíris e incorporando siglas como el que se queda dormido encima del teclado. De la rojigualda de Pozuelo, Serrano o Pintor Rosales, ni rastro.

Los adoquines están en su sitio y la seguridad es notable. De ello se ocupan las lecheras y sirenas que bufan gratuitamente a su paso por la plaza de Nelson Mandela. Hay bibliotecas, centros de recreo, supermercados exóticos, Carrefour, placillas y parques que rezuman vida por sus cuatro costados hasta bien entrada la noche entresemana.

También hay o ha habido, en una parcela de césped, entre una bachata silenciosa que congrega a una mujer con mascarilla y un muchacho de Ecuador, 12 canes que en distintos turnos orinan sobre el cartel que indica: «Perros no».

Hay escuelas, guarderías y colegios. Hay templos católicos y evangélicos. Hay mezquitas a rebosar. Hay locales de apuestas. Hay comida en las aceras y papeleras limpias. En los bares hay panfletos de otros negocios que buscan un currante utilizando la cadena de enchufe más poderosa del mundo: «Yo conozco a alguien que…».

Llegados hasta este punto es importante destacar que los antros de Lavapiés tienen su liturgia y su público. El nivel de atomización para conquistar el riguroso paladar de un hípster cuarentón o un quinquillero venido a más es inabarcable. Se requerirían varios meses de dedicación para poder hacer una biblioteca de olores, conversaciones, sabores y miradas con sujetos que son fruto de otra madre y que, cuando éstas confluyen, en una suerte de desprecio o admiración mutua por identificar el estrato social de la partida bautismal, se produce un extrañamiento pintoresco no desprovisto de cierto morbo y sensualidad raruna.

Desposeerse del tiempo es el mejor relajo que ofrece el barrio, pues siempre hay una caja registradora dispuesta a atenderte a cualquier hora.

En Lavapiés Mike Olfield no es un anacronismo y León Benavente suena sin pedirlo.

Entre sus paredes hay murales bien pintados, sentencias conspiranóicas y frases certeras. Hay mujeres bellas y hombres sacados de un videoclip de Young Beef. Hay gente que se abriga en las terrazas por la noche porque no concibe que el butano esté en la calle y no caldeando la casa en la estufilla. Hay un aroma a picante y canuto cargado que siluetea las patrullas policiales con total impunidad, como la futura arcadia progresista que se figuran Galera o Marín-Blázquez.

De las imágenes que me hacen identificar Lavapiés con territorio de misión ibérica es aquella de una mesa kilométrica al aire libre con más de veinte personas congregadas. En ella, una chica con coleta y una sudadera de Oxford. A su izquierda, un chico con coleta y una sudadera de Guinness. Los dos están sentados sobre unas sillas de plástico de San Miguel y lanzan cáscaras de pipas al suelo, haciendo montoncitos de despojos que luego alguien tendrá que barrer.

Si la economía les aprieta, quieren disponer de las calidades del centro, les apetece que su estirpe tenga algo de contacto con la realidad y quieren saber lo que hace el ser humano cuando respira en el humus social del ruido, hágase un favor: lleve a su familia a vivir a Lavapiés. Sus hijos me lo agradecerán, no así vuestros padres.