Soy un auténtico desastre para eso de los cumpleaños, resulta que el otro día, el pasado 22 de junio, fue el centésimo décimo sexto cumpleaños del mismísimo Billy Wilder y yo aquí, mutis. Ciento dieciséis años cumple, ahí es nada. Y yo pienso, ahora, escribiéndole este recordatorio o, mejor dicho, escribiéndoselo —a ustedes—, que hubo y hay personas en el mundo sobre las que sólo se deberían escribir cosas buenas, porque te ponen la sonrisa en la cara, aunque no quieras y que, quizá, uno de los que encabezan esa lista sea Billy Wilder. Vamos, digo yo. Y es que Samuel «Billy» Wilder tiene en su haber la creación de alguna de las escenas más divertidas, revitalizantes e ingeniosas en la historia del cine y cuento, como poco, quince obras maestras entre las veinticuatro que hizo como director. Ya no digamos en sus guiones.

A Billy Wilder el mundo le debe mucho sin ni siquiera saberlo. Una vez leí que hasta tiene el record de personajes más relevantes entrevistados en un día cuando ejercía de reportero en su Imperio Austrohúngaro natal: Richard Strauss, Arthur Schnitzler, Alfred Adler y Sigmund Freud. Un joven reportero que terminaría comenzando una aventura estadounidense en el momento justo, en esa época en la que los estudios de Hollywood empezaban a permitir que algunos guionistas dirigieran sus propias historias. Cosa que, según dijo un ejecutivo de la industria una vez, «era como poner a los locos al mando del manicomio». Pero cuando hablamos de esa generación de productores; Raoul J. Levy, Cecil B. de Mille, Darryl F. Zanuck, David O. Selznick, Sol G. Siegel, Samuel G. Engel, Louis D. Lighton, Charles K. Feldman, hablamos de hombres que uno se imagina grandes y torpes, con tirantes, fumadores de habanos, casi todos con esa enigmática inicial intercalada. Decía que cuando hablamos de esa generación de productores, hablamos de la generación de directores que salió de todo aquello. Despachos con nombres en las puertas como el de Howard Hawks, Otto Preminger, Alfred Hitchcock, George Stevens, Elia Kazan, John Ford, Samuel Fuller, Preston Sturges, John Huston o Joseph Mankiewicz. Y claro, Billy Wilder.

Las películas de Wilder tienen ese algo diferente, tienen el toque Wilder, si se me permite la pomposidad. Su cine, lo wilderiano, abarca un enormísimo espectro de géneros que va desde el noir más noir hasta el noir menos noir o la comedia de enredos. Lo de Wilder es un poco como un buen cóctel, cóctel Billy, buen material y todo mezclado a la perfección. Un poco como esa cosa que tenemos por costumbre llamar vida. Y es que Wilder, como dijo Walter Matthau en el homenaje a Jack Lemmon del American Film Institute, era ese poeta y filósofo que sabía exactamente de qué iba esto de la vida, conocía sus cartas y las jugaba a la perfección.

La mirada de Wilder es la de alguien que ha vivido las cosas —«cosas de las cosas», dice en una entrevista don Rafael de Paula, con su acento gaditano. La mirada de Wilder es la mirada de alguien que sabe eso de que «tragedia más tiempo es igual a comedia», aunque eso lo dijo otro tipo de gafas al que aún quiero más. La mirada de Wilder es la mía durante una de las noches más tristes de mi vida: la que falleció mi abuela. Sin entrar en mucho detalle les diré que, como en muchas familias, aquello ocurrió durante el confinamiento por la pandemia: ni funeral, ni despedida, ni el calor de la familia. Uno, físicamente más solo que la una, tuvo que llevarlo como buenamente pudo. Pues bien, aquella noche yo no me podía dormir recordando y claro, el cine, vida de repuesto, me sacó la sonrisa y la risa. Y la película que lo hizo fue, precisamente, Irma la Dulce, de Wilder. Vamos, terapia de choque. Ahora lo recuerdo todo, me emociono, pero me hace pensar en todas las cosas que le debo a Jack Lemmon, a Shirley McLaine, a la película y, por supuesto, a Billy Wilder. Al cine, si me apuran. Quizá, algún día, pueda enviarle una carta a su apartado de correos de allá donde esté.

La mirada de Wilder, que es la de todos, ya ven, la encuentran en El apartamento —ese cuento de hadas obsceno—; en Perdición; El Crepúsculo de los Dioses; El Gran Carnaval, Sabrina, Testigo de cargo, Ariane, Con faldas y a lo loco, Uno, dos, tres, En bandeja de plata, La vida privada de Sherlock Holmes o en Primera Plana. Porque en esas películas está la historia de nuestra vida: el amor, la amistad, la felicidad, lo no tan feliz, lo infeliz, los valores y lo bonito, los caraduras y carablandas, la tristeza, los estafadores y estafados, los camareros y las apuestas, los deportes, más amor, los desengaños, los engaños consentidos, la risa. Vamos, todo.

Dice la anécdota que Billy Wilder —creo que es cierta—, que tanto había trabajado con el maestro director de La octava mujer de Barba Azul, tenía en su despacho un cartel que ponía «¿Cómo lo haría Lubitsch?». Quizá ahora debamos preguntarnos «¿Cómo lo escribiría Wilder?». Para ir empezando a entender un poco las cosas. Yo, por lo pronto, me voy a ver alguna de él, a ver qué pasa. Ah, quería decirles que Billy Wilder tendría ciento dieciséis años de seguir con vida, pero ¿cómo podría atreverme a utilizar ese condicional del tendría? ¿Quién soy yo para matar a un Billy Wilder que con todo lo que nos ha dejado está, o debiera estar, más vivo que nunca? Por eso, y por algunas cosas más, feliz cumpleaños, B.W., aunque sea con retraso.

Iñako Rozas
Abogado. Dirijo «La Trinchera». Subrayo con regla, tomo el café en taza blanca y lo de enamorarse me pone nervioso. Hablo de cine y vida, valga la redundancia. Muy de Cary Grant.