Las grandes palabras tienen en la polisemia su talón de Aquiles. Uno dice «libertad», y a saber lo que entiende el de enfrente. Lo mismo pasa si alguien habla de «amor». Algunos, más básicos, pensarán sólo en una suerte de ejercicios gimnásticos. Otros, con mayor hondura y perspicacia, pensarán en el amor como la condición de posibilidad de una vida lograda. Y es que cada uno comprende a su manera. Los escolásticos, finos en todo, resumieron así esta idea: «Quidquid recipitur ad modum recipientis recipitur». Lo que para algunos es sólo un dedal de agua, para otros se convierte en el océano. Y en esta diferencia late la probabilidad del equívoco, que es precisamente, ay, lo que la palabra pretendía evitar.

«Aristocracia» es, a mi juicio, otra de esas grandes palabras —hay muchas— que se presta a la confusión. Como sucede con «libertad» o «amor», dará igual que uno se afane en precisar el contexto en que la usa. El oyente nos entenderá según su capacidad y su bagaje (en cursi, background), y eso propiciará, inevitablemente, cierta perplejidad.

Si el oyente es quisquilloso, no le gustará que mencionemos la «aristocracia». Si, además, está resentido, no podrá reprimir cierto encabronamiento si se le habla de «nobleza». Soportará mal que puedan existir «los mejores», y, a la más mínima alusión, tenderá a remontarse, después de haber asemejado, erróneamente, la excelencia con los privilegios de cuna.

El riesgo de esa identidad errónea —de la que se deriva un equívoco fatal: el de que sólo unos pocos pueden ser nobles— ha podido conjurarse, en los últimos años, adjetivando a la aristocracia. De ahí el éxito de la «nobleza de espíritu», que Rob Riemen ha pretendido rescatar del olvido y a la que, entre nosotros, Enrique García-Máiquez ha dedicado páginas fulgurantes.

Con todo, no es fácil definir qué sea la nobleza. Este tipo de ideas se dejan cortejar, quizá porque saben que, cuando el cerco conceptual se estreche, acabarán escapándose. Newman definió al gentleman como «alguien que nunca inflige dolor». Y, como ha recordado García-Máiquez, Albert Camus dejó escrito que «el aristócrata es, en primer lugar, el que da sin recibir, el que se obliga». Son sólo tanteos. Valiosísimos, pero tanteos al fin y al cabo. Lo que se pega a la carne de nuestras vidas (la libertad, el amor) no se deja definir. Y es como si, justamente en esa imposibilidad de encerrarlo todo en el marco estrecho de nuestro razonamiento, se nos mostrara la amplitud de la idea, todo su juego posible, todo su jugo probable. Sucede con los mapas, que nunca reflejan el horizonte. Tampoco está recogido en ningún sitio todo lo que uno puede dar sin recibir o cuáles son los motivos profundos por los que uno se obliga y empeña la vida en algo (y, sobre todo, en alguien). Ni están descritas las infinitas formas del cariño, ni existen cursos sobre cómo convertirse en un aristócrata comme il faut.

Así que también en esto la respuesta habrá de ser personalísima. Porque sólo se llega a comprender lo que se vive. Tendremos, pues, que buscar el abrigo de la tautología, y decir que noble es aquel que, en todo cuanto de él depende, se comporta con nobleza. Dará igual de qué se trate. El noble irá en todo más allá de las buenas maneras. Escuchará al cargante con paciencia invisible. De buen humor, recogerá los platos cuando todos se hayan ido. Hará de su trabajo —sea cual sea— artesanía silenciosa y eficaz. En el arte encontrará algún destello para su conciencia. Creará porque cree. Su corazón no latirá perpetuamente insatisfecho de sí mismo. Acaso sin saberlo, su lema será el que, en Florecer, Capó pone en boca de unos de sus hijos: «Antes de morir, hay que perseguir la gloria»

Buscará lo más grande, además, sin hacer ruido ni darse importancia, porque ésos son los modos discretos de la aristocracia cotidiana.