En estas semanas no ha dejado de acompañarme el contraste entre la discreción de la Pascua y la apoteosis de la Semana Santa. No deja de ser sorprendente que al fervor de las calles abarrotadas y a los ecos de las cornetas y los tambores le siga una cierta indiferencia social respecto de la culminación de la fiesta, la Resurrección de Cristo. El mismo Lunes de Pascua todo parecía haber quedado en un sueño, como en un primer día de clase.

Convivimos con un silencio que envuelve a los pájaros del cielo y los lirios del campo, que arropa nuestra soledad y se convierte en lugar privilegiado para el encuentro con el Misterio, pero de algún modo uno desearía que en este tiempo la alegría no permaneciera tan velada. Me preguntaba, ¿qué tuvo que ver la Semana Santa con todas y cada una de esas vidas que se implicaban con tanto fervor días atrás? ¿Qué habrá quedado en ellas? ¿Gozarán de estos días en que la misma Iglesia que mandaba penitencia hoy manda alegría?

Al volver a los rostros esculpidos de dolor y majestad de Cristo y de la Virgen, recordaba una escena de El final de la aventura, de Graham Greene. Una de sus protagonistas entraba en una iglesia cerca de Park Road, Londres, y caía rápidamente en la cuenta de que se trataba de un templo católico por la profusión de esculturas, que detestaba, y reconocía en ello una correspondencia con la creencia de los católicos en la resurrección de la carne.

Era algo que le escandalizaba. Ella soñaba con un Dios cósmico y vaporoso que destruyera su carne, con la que sentía que tanto daño había hecho. Lo que deseaba era una doctrina que reconociera como verdad que todo su cuerpo con todo su dolor desaparecería para siempre como en un suspiro sideral. Pero de pronto recordó el cuerpo de su amado, y reparó en todas las líneas trazadas en su rostro, en una cicatriz, y deseó que existiera eternamente. Entonces también ella deseó que su cuerpo existiera eternamente porque solamente así sería capaz de amar el cuerpo del otro.

Frente a ella presidía sobre el altar la representación de un Dios crucificado y familiar, con un cuerpo, como el suyo, por cuyo rostro descendía pintura escarlata, como en una exaltación de la carne; un Dios escandalosamente encarnado, tan real como la cicatriz de su amado, con un rostro cuyas líneas poder amar.

Esta intuición que mueve al personaje de la novela —que la carne, pese a ella, «es soporte de la salvación»— tiene mucho que ver con una tarea de la que habla Josef Pieper en su Teoría de la Fiesta: la de aceptar plenamente la realidad, como un todo. Una aceptación que no es un mero «esto es lo que hay», sino un «asentimiento universal», una aprobación de la realidad.

Hubiera sido muy sorprendente si el otro día, por ejemplo, cuando celebraba mi cumpleaños con amigos, uno de ellos se hubiera acercado a mí para, a la par que felicitarme, decirme «oye, pues la verdad es que es una desgracia que existas», o «es irrelevante que celebremos tu nacimiento un año más».

Este asentimiento es lo que Pieper reconoce como fundamento de la fiesta: que «todo lo que existe es bueno, y es bueno que exista». En este sentido, el mandato de la alegría en el tiempo pascual (laetare) no es más que la consecuencia de la consideración de su motivo, es decir, la Resurrección. Del mismo modo en que celebramos nuestro nacimiento porque existimos y esto es un bien, y para ello convocamos a nuestra gente para celebrar, para alegrarnos juntos, así también celebramos la Pascua porque Cristo ha resucitado y, por tanto, dice Pieper, «comienza algo mediante lo cual la vida del hombre experimenta hoy y para siempre esa elevación inconcebible, denominada, en el lenguaje teológico, “gracia” y “vida nueva”».

Si esto no fuera cierto, no habría un motivo por el que celebrar, ni la Pascua sería una fiesta, porque a la postre es como celebrar el nacimiento de alguien que no ha nacido, o peor, celebrar el nacimiento de alguien cuya vida —¡toda la vida, con su carne!— consideramos que no merece la pena. De ahí la dificultad de las fiestas que inauguran los revolucionarios, que suelen desprender una especie de hedor de odio a la realidad.

Al día siguiente de cumplir los setenta, Jünger escribe en su diario: «Poco a poco va aclarándose la vista; también a vivir hay que aprender». Justo a la vuelta de la página, narra un paseo con su mujer hasta las ruinas de un castillo a unos cinco kilómetros de su casa, en Wilflingen. Contemplando los bosques en derredor y escuchando las observaciones arqueológicas de su mujer, reconoce: «Allí he vuelto a tener motivos de alegrarme de Taurita». Aprender a vivir es también aprender a alegrarse, que no es más que volver a tener motivos, lo que requiere aclarar la vista para reconocer una bondad esencial.