Ya escribí sobre la muerte de mi madre, descubrí mis sentimientos más profundos al revelarles que aquella pérdida me enseñó a valorar más a mis allegados; lo que no les conté es que ese fatídico episodio ocurrió un 31 de diciembre. Estábamos haciendo todos los preparativos para la gran noche cuando de repente escuché por última vez su voz. Me costó entender que aquel no solo era el último día del año si no también la última vez que estaría con ella. No era consciente de lo que pasaba, estaba en shock. Rompí a llorar en el funeral, asimilando lo que acontecía, arropado por mis compañeros de Instituto y profesores. Fue duro. No sólo por el suceso en sí si no por lo que supone que en un día tan señalado y mientras la mayoría de la gente está descorchando el champagne, recreando sus fantasías con el cotillón y bailando al son de las galas televisivas, yo estaba en casa de unos vecinos de los que me molestaba que estuviesen alegres y felices en un momento como ese. No era consciente que, pese a que mi mundo se había parado, para los demás todo seguía su curso habitual.

Fueron unas navidades extrañas, difíciles, fechas que amortiguaron quizá parte del dolor. Ahora entiendo un poco el significado de aquel villancico de Tiempo de paz; esas fechas creo que me consolaron en el duelo de perder a una madre, mantuve la compostura y la serenidad en unas tristes circunstancias. Le doy gracias a Dios por ello. El hecho de haber vivido esas funestas navidades no me ha hecho despreciar esta época del año. Me entristece observar cómo personas viven el tiempo estival como una cuaresma o penitencia; echan de menos a los suyos, dicen. El sentarse en la mesa estos días supone para ellos un sacrificio en el que invocan a los que ya no están: su abuelo, ese tío predilecto que se marchó sin avisar… Un largo etcétera de nostalgia inunda los corazones en estos tiempos, añorando unas celebraciones que ya no serán como antes. Por supuesto que serán diferentes, evolucionarán por la inercia de la ley vital. El hecho de que no sean como en nuestra infancia o juventud no quiere decir que vayan a ser peores. A lo mejor tenemos que dejar de lamentarnos y disfrutar de las navidades que nos quedan por vivir, como dice ese brillante anuncio de Suchard en el que una familia añora a la abuela el día de Nochebuena, pero disfrutan acordándose de su figura.

Perdí a mi madre en navidades, ¿y qué? Eso no es una causa justificada para odiarlas; ¿si hubiese fallecido en verano detestaría ponerme moreno y bañarme en la playa? Evidentemente cada 31 de diciembre me acuerdo de ella y del momento justo en el que ocurrió la tragedia, incluso reconozco que mi subconsciente en los años sucesivos ha desarrollado cierta superstición hacia esa fecha por temor a que pase algo malo, pero me sigue encantando la Navidad. Es mi época favorita del año, lo ha sido desde siempre. Incluso cuando las circunstancias no acompañaban con discusiones familiares en días clave como el de Nochebuena, he disfrutado como un niño. Precisamente hablaba con mi padre el otro día sobre lo que me gusta tener envueltos los regalos; soy un hater de eso de poner las cosas debajo del árbol con una bolsa, todo regalo que se precie debe estar envuelto con un papel elegante. Me gusta tanto la navidad que estoy preocupado por si en la casa rural donde voy a pasar las fiestas no hay abeto o Belén; ya me encargaré de comprar en un Todo a 100 un portal plastificado de esos que San José parece Chuck Norris, la Virgen María un eccehomo y el Niño Jesús un monigote inexpresivo.

El verdadero Belén se construye en los hogares que conmemoran la alegría del portal pese a las peores circunstancias; fíjense cómo el nacimiento de Jesús ocurrió en uno de los entornos más extremos a pesar de que los nacimientos de nuestras casas lo endulcen. A nadie le hubiese gustado concebir a su hijo en un establo con olor a heno y heces de animal.

Feliz Navidad, y aprendamos a estar alegres añorando a los que no están.