Hace 20 años terminó la Edad Contemporánea. En algún momento debemos empezar a considerarlo. Dos décadas son más que suficientes como perspectiva para afirmar que aquella mañana en Nueva York y Washington, pero sobre todo en Nueva York, el mundo vivió los primeros instantes de un periodo difuso en el que acababa el tiempo cuyo inicio situamos en la Revolución Francesa.

Unos años, desde aquel 2001, en los que la autonomía del hombre ha sido limitada por los poderes públicos con creciente intensidad. 20 años borrosos, raros, durante los que estados, instituciones supranacionales, grandes empresas y medios de comunicación han ido acercándose en una guerra contra la gente normal, ahora evidente gracias al último año y medio de nuestras vidas. Que hayan acelarado el ritmo con confinamientos, toques de queda y otras limitaciones a la movilidad y —he aquí la clave— a la autonomía y prosperidad humana, ayuda a ver lo obvio. Y eso, de alguna manera, es buena noticia.

La actual, esta quinta edad, después de la Antigua, el Medioevo, la Moderna y la Contemporánea, bien podría llamarse la Edad Global. También podría ser Digital, quién sabe, pero el primer adjetivo define mejor que ningún otro el mundo en el que algunos pretenden hacernos vivir desde que fueron derribadas las dos torres. Esos edificios eran el símbolo de la ciudad principal durante la época de mayor prosperidad, libertad y seguridad de la historia, la que propiciaron quienes lucharon y sufrieron las dos grandes guerras. Su caída fue un acontecimiento histórico no por hecho arquitectónico, siquiera político, sino en cuanto a encrucijada en la concepción del hombre en el mundo y de su dignidad, en peligro creciente desde entonces.

“La otra torre, Ricardo, la otra torre”, gritaba aturdido Matías Prats al difunto Ricardo Ortega aquel mediodía en España —aquella mañana en Nueva York— en medio del caos y el desasiego que notábamos quienes lo veíamos a miles de kilómetros de distancia, inconscientes seguramente de que 20 años después, cuando todavía es imposible olvidar lo inolvidable, el mundo ya llevaría demasiado tiempo sin ser como unas horas antes de aquel día.