Un elogio que para un escritor que publica artículos sólo lo es en apariencia: «Estoy de acuerdo contigo».
Yo no quiero que la gente esté de acuerdo con mis artículos; quiero que, no estándolo, odiándolos incluso, agradezcan íntimamente que los haya escrito.
Dice José F. Peláez que escribimos para que nos quieran. Él es bueno. Yo, celoso como soy, escribo para que los que me quieren no quieran más a otros.
No hay nada en esa trama de seres y fenómenos que llamamos «realidad» indigno de ser cantado. Sólo hay trovadores incapaces de hacerlo.
La vida es maravillosa a condición de que uno no la atosigue con sus expectativas.
El gran problema de la intelectualidad contemporánea es que ha degrado la realidad a datos y el pensamiento a cálculo, consecuentemente.
La curiosidad es el atributo intelectual de los hombres dispersos.
El culmen de la vida intelectual: que nuestra palabra se corresponda con nuestro pensamiento y éste, a su vez, con la realidad.
El culmen de cualquier vida: que la palabra se encarne en actos y ambos se funden en el amor.
Incluso el discurso más bello deviene estridente si su autor no lo vive.
Mi objeción contra la ciencia es que puede hacernos insensibles a esa verdad que cimienta todas las demás: que la existencia es inexplicable como un milagro.
¿Cómo no va a decaer la poesía cuando ya nada es lo que era y todo son recursos? Recursos naturales, recursos humanos, recursos, ay, literarios…
Dice mucho del mundo en el que vivimos que nuestro ocio sea más una evasión que una celebración.
Baudelaire le pide a Dios la gracia de mirarse al espejo sin sentir asco. Yo le pido exactamente lo contrario: la de mirarme al espejo sin envanecerme. Tal vez en el justo medio esté la virtud.
¿Que cómo sé que te quiero? Fácil: no escribiría ni una sola línea más si esa renuncia implicase, de algún modo misterioso, tu felicidad.