¿Quieres librar la guerra cultural? Empieza por reprimir tus impulsos y no desenvainar el móvil cada vez que te detienes ante un paso de cebra.
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Soy partidario de una guerra cultural más bien contemplativa. No hay mejor guerrero que quien sestea, que ese valiente que responde al tráfago del mundo con un bostezo.
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Aborrezco a los guerreros culturales por cuanto tienen de capitalistas: para ellos el prójimo no es una condición que debe ser amada, sino un adversario que ha de ser sometido.
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La verdadera guerra, la más decisiva, es la que libran entre sí la tristeza y la alegría. Y sus principales batallas acontecen en el alma de cada uno.
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Un solo acto de amor desarma a todas las legiones diabólicas.
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Hay quienes dicen que vivimos tiempos especialmente desoladores. No lo discutiré. Pero ¿cómo desesperar cuando sabemos que la esperanza echa sus mejores raíces en páramos y eriales?
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Toda esperanza está entreverada de nostalgia. ¿Acaso no esperamos para el futuro lo que ya hemos saboreado en un pasado feliz?
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Relativicemos el poder de las sombras. Una sonrisa pura basta para disiparlas.
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Frente a la vaguedad del relativismo, la nitidez del dogma. Frente a la inhumanidad del dogmatismo, la extraviada virtud de la prudencia.
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La inteligencia es una virtud muy relativa. Sólo lo es cuando está acompañada de otras.
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El escritor tiene algo de menesteroso: rescata lo que los demás descartan por inútil.
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Una nimiedad es un prodigio indebidamente considerado; un prodigio es una nimiedad debidamente considerada.
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La felicidad no consiste en una sucesión de experiencias novedosas, como cree el hombre contemporáneo. Consiste, más bien, en una trama de momentos ―rutinarios, monótonos, acaso tediosos― vividos como excepcionales.
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La condición de la felicidad: tener a quién regalarle flores.
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Tiempo, my dear, es eso que transcurre cuando tú no estás.