Todo buen aforismo termina transfigurándose en un eco.

El aforista tiene algo de profesor estricto: pone muchos deberes a sus lectores.

La verdad es tibia al menos en un sentido. Puede manifestarse tanto en la frialdad de un silogismo como en el candor de un poema.

Lo más difícil de ser católico no es creer en Dios, que es relativamente fácil, sino reconocer Su huella en todas las criaturas, incluso en el hombre malvado o en el niño hidrocefálico.

Tanto el optimismo como el pesimismo exigen una cierta insensibilidad, pero el pesimismo más: el bien existe y el mal, en cambio, es tan sólo una ausencia.

El enamorado propende al panteísmo: en todas las cosas buenas entrevé el rostro de su amada.

La felicidad la gana en realidad quien la pierde en apariencia.

Si sólo el amor nos salva, como dicen, ¿por qué nos hace sufrir tanto? Fácil: porque toda salvación implica una cruz.

La heroica paradoja de los árboles: se desnudan cuando llega el frío y se visten cuando regresa el calor.

El hombre verdaderamente sabio emula a Sócrates y habla preguntando.

La medicalización de la existencia es anterior al coronavirus: cuántas veces hemos llamado enfermo a quien es simplemente un malvado.

La revolución exigía antes coraje, idealismo y heroicidad; hoy, en cambio, sólo la voluntad de vivir humanamente.

Aviso pandémico: no hemos venido al mundo para sobrevivir, sino para vivir.

Algunos dicen que el pecado de Lucifer fue la soberbia, otros que la envidia. Para mí, sin embargo, no hay debate. El envidioso, a su modo, reconoce la existencia de algo bueno fuera de sí.

Un propósito para este paseo vespertino: que, al menos en lo que a mis oídos respecta, el estruendo de los coches no acalle ni el canto de los pájaros ni el rumor de los niños que juegan en los parques.