Tanto como el salario mínimo o la confusión entre imprimir billetes y crear bienestar, uno de los dogmas de fe para los socialistas de todos los partidos es la creencia en la suma cero. Es decir, en que la prosperidad de unos conlleva indefectiblemente la pobreza de otros. De muchos, por lo general. Para ellos, la riqueza no se crea: se reparte. De alguna manera, consideran que desde que el mundo es mundo la única forma de progresar en términos económicos es hacerlo a costa de los demás.
El dogma también es aplicable a la política. Es cierto que la elección de un partido en las urnas supone necesariamente la renuncia a optar por otro, y eso es suma cero en sentido estricto. Más allá, sin embargo, políticos, periodistas y sesudos expertos asumen en España que el panorama actual de bloques imposibilita un trasvase de izquierda a derecha o viceversa. Votación tras votación, dan por hecho que serán pocos los votantes que transitarán de un bloque a otro, propiciando así un escenario de suma cero dentro de cada uno de ellos. Una subida del PP requeriría un descenso de VOX. Un aumento del PSOE, una bajada de Podemos. Y así. Una asumida división inamovible por la que una u otra mitad sólo podría imponerse si imperase la abstención en su contraria.
Una asunción simplona, maniquea, casi suicida, reflejo de la desesperanza que condena a los españoles a nacer, vivir y morir de izquierdas o de derechas, según la convicción de políticos, periodistas y sesudos expertos. Como el que nace del Betis o del Racing de Santander. Una teoría no por extendida menos falaz y grosera, que las elecciones del pasado martes destrozaron como pocos comicios en la historia reciente de nuestro país.
La victoria de Isabel Diaz Ayuso con el 45,0 %, devolvió al Partido Popular a porcentajes de voto habituales (su media histórica es 43,18 %, incluyendo los comicios de 2019 en los que cayó al 22,30 %) y le llevó a triplicar en votos a un PSOE relegado al tercer lugar. No fue el fruto de la abstención del bando de la izquierda. Al revés, de la extraordinaria participación de casi todos los madrileños llamados a las urnas. Aún más, tampoco conllevó un derrumbe de VOX. Bien al contrario, la lista encabezada por Rocío Monasterio subió en votos, porcentaje y escaños respecto a 2019. El paso de 30 a 65 escaños de Ayuso no se produjo a costa de la opción más parecida a ella, sino de la clamorosa bajada de sus diferentes.
“VOX ha mantenido su base” decía uno de esos sesudos expertos el martes por la noche. Como si el número de votos fuese algo así como la asistencia de los aficionados al estadio de su equipo: unas veces van todos, otras, algunos. Un análisis levemente más profundo muestra que el partido de Abascal creció con más fuerza en los lugares donde el PSOE se desplomó de manera más llamativa. Seguramente, muchos madrileños que en 2019 optaron por Monasterio, ahora lo han hecho por Ayuso y la subida de VOX se ha cimentado entre electores tradicionalmente socialistas.
La estrategia de repetir lo benéfico y necesario de unir al centroderecha en torno a un partido es, cuando menos, un error. En primer lugar porque oculta las profundas diferencias entre dos proyectos que pretenden homologar falsamente. En segundo y principal, porque supone un insulto a la inteligencia de los votantes a los que se dirige el engaño, obviando que lo que está a la derecha del PSOE acaba de obtener su mejor de siepre resultado en Madrid (57,80 %, cuando la media histórica es 49,75 %), tras años ignorando el ejemplo de Andalucía, donde el PP gobierna tras el peor resultado de su historia.
No hay bloques, sino ciudadanos libres que, allá donde se les permite serlo, eligen las opciones que respetan su condición. No hay dogma. Ni suma cero. Bien les valdría aceptarlo cuanto antes a los políticos, periodistas y sesudos expertos agarrados al mantra de unir al centroderecha como argumento para sumar votos a un partido siempre dispuesto a ocultar sus siglas cuando llegan las elecciones.