La universidad paralela

Uno de los principales deberes de un profesor es el de aguijonear a sus alumnos: moverles la silla para estimularles. Cómo émulos de Sócrates, a quien no en vano llamaban «el tábano», nos corresponde molestarles con buenas preguntas que los lleven a replantearse cuanto hacen —y en cambio es inconveniente que los induzcamos a hacer esto o lo otro enjaretándoles homilías laicas—. En el caso de los de 3er de grado (21 años en adelante), de lo último que suelo hacer es preguntarles qué han estudiado por su cuenta durante los tres años que llevan en la institución en la que imparto clases, aparte de sus asignaturas y lo que dicha institución en definitiva les exige. ¿Qué habéis leído, qué podcasts que no sean de puro entretenimiento escuchasteis, qué revistas o newsletters leísteis, a qué conferencias asististeis, etcétera? Eso les pregunto, a sabiendas de que ese grado tampoco les exige demasiado, digamos que una media de una docena de horas por semana más allá de las clases —cuando asisten—. Lo que me suelo encontrar es que ocho o nueve de cada diez responden «nada», y entonces voy y les molesto un poco más y les pregunto si es que son esclavos, que solo aprenden cuando una institución se lo ordena, que si solo para aprobar le dan a la cabeza, y que si tienen pensado tomar las riendas de lo que aprenderán en sus vidas, o no más seguirán sometiéndose a lo que dicte la siguiente organización o empresa en la que por hache o por be terminen. Suelen agachar la vista y quedarse pensando: de eso se trata.

Es fascinante cómo en la era del Lifelong Learning —por lo demás, la expresión chachi de algo que sabíamos ya hace treinta años: que ya no queda otra que pasar la vida aprendiendo—, tantos jóvenes y no tan jóvenes se resisten a gobernar su parte. Uno avista que parte del problema está en la matraca que se les da, en la que conocer es una cuestión de empleabilidad: la competencia es feroz —falso—, hay que formarse para no quedar fuera del mercado de trabajo; una retórica de la sumisión y el miedo. Como nadie les habla del gozoso deber de ser la persona más inteligente que uno pueda ni de la libertad que el conocimiento provee ni de cómo saber del mundo y los demás puede nutrirte incluso en la enfermedad y en los momentos de penurias laborales, se lo viven como una carga que prefieren vadear con el entretenimiento. Y como a la vez se los atiborra de este, porque no queremos que sean ciudadanos ni personas fuertes y valientes, sino entregados consumidores, ellos hacen lo que aquel estudiante que grabó a cuchilla en un pupitre de la Universidad de Salamanca estas palabras: «La cultura me persigue, pero yo soy más rápido».

La juventud siempre ha sido proclive a perderse en fruslerías. La inmadurez tiene eso: falta de paladar, prisa, inseguridades, etcétera. Pero nunca hubo tal arsenal para la distracción y tanta gente fabricando basura para los adolescentes, a los que además convencemos de que viven entre la Edad Oscura y el Armagedón, así es que cómo no iban a estar despistadas las criaturas. La mente humana tiene posibilidades gloriosas, pero hay que domarla para que aprender fascine, y el poder bajo todas sus vestimentas no quiere que haya gente que sepa muchas cosas y sea independiente, sino gente que acate y consuma.

Somos, por lo general, muy curiosos. Pero hay dos tipos de curiosidad muy distintos: una curiosidad epistémica, mediante la que quien ama la verdad se acerca a la realidad del mundo, y una curiosidad diversiva, superficial y desconcentrada. La versión epistémica hace honor a la etimología del término «curiosidad», que remite a un particular cuidado, una dedicación amorosa. Es un apetito especial por la claridad que nace de la conciencia humilde de nuestra propia ignorancia, y que se traduce en deseo de saber, uno de los mejores y más grandes deseos que existe. La mayoría de las imperfecciones de nuestra mente —nuestros sesgos, prejuicios y falacias— se exacerban con una pobre alimentación mental que ceba nuestra curiosidad diversiva. Pero ahí están Tik Tok y La isla de las tentaciones, porque hay gente que con lo peor nuestro hace caja.

Esto que cuento, repito, no es ni mucho menos un mal exclusivo de los jóvenes, sino también de muchos de sus mayores. Trato con directivos y emprendedores y, con estupendas excepciones, ese abandono del afán desinteresado de saber es ostensible. Es hoy mayoritario en todas las edades entender el conocimiento como un proyecto para trabajar y ganar dinero, como un fatigoso empeño de engordar un currículum, en vez de como lo que nos engrandece, un proyecto personal, libre y euforizante. Vivir con los ojos abiertos y disfrutar del mundo es lo que nos engrandece, pero nos alejamos de él por el diminuto credo utilitarista.

Cuenta Italo Calvino en Por qué leer a los clásicos que, mientras le estaban preparando la cicuta, Sócrates andaba enfrascado en aprender una complicada pieza para flauta. Los amigos que le acompañaban en ese último trance le preguntaron para qué le iba a servir ese aprendizaje a las puertas de la muerte, a lo que aquel respondió muy serio que para saberse la pieza antes de morir. Hacer cosas por, no para: ¿no es eso acaso lo que distingue al hombre libre?

Hay una escena en la película El indomable Will Hunting que refleja con mucho arte esto que expongo. Will es un veinteañero de los bajos fondos que hace una incursión con sus amigos en un bar cercano a Harvard; también es un superdotado que, pese a no tener un chavo, ama conocer y ha seguido su propio programa de formación autodidacta. Cuando uno de sus amigos trata de ligar con unas chicas hablando de una supuesta clase de Historia, un imbécil del lugar trata de mofarse de él, a sabiendas de que está fuera de onda, preguntándole por un texto de la disciplina; entonces Will, que sabe mucho de la materia, lo ridiculiza a él por ser un mero papagayo de lo recibido en las clases. Y para terminar le espeta:

    • Lo más triste de todo es que dentro de cincuenta años empezarás a pensar por ti mismo y te darás cuenta de que solo hay dos verdades en la vida: una, que los pedantes sobran; y dos, que has tirado cien mil pavos en una puta educación que te habrían costado un par de dólares por los retrasos en la biblioteca pública.
    • Sí, pero yo tendré un título, y tu servirás patatas fritas cuando paremos a tomar algo antes de irnos a esquiar.
    • Es posible. Pero yo seré una persona de verdad.

Ser una persona de verdad. ¿Es que acaso hay una mejor aventura? Decía Thomas Carlyle que una universidad es una buena biblioteca. De esta universidad paralela no se habla; no hay dinero que ganar con ella. Sin embargo, y a partir de cierta edad, esa es la universidad verdadera: grandes lecturas, junto a las mejores conversaciones que a raíz de ellas uno pueda procurarse. Servidor ha estudiado filosofía toda la vida, para construirse y tratar, en lo de vivir, de estar a la altura; me gradué y doctoré como una especie de bordón cumplidos los cuarenta. Mi universidad ha sido, por goleada y literalmente, un carné de biblioteca pública, porque además sucede hoy esto: no hay nada más barato —es virtualmente gratuito— que esa vía hacia al saber autodidacta y aventurera.

Hay libros que pueden llegar a cambiar vidas. La literatura configura lo que Martha Nussbaum llama «imaginación cívica», porque contribuye a que nos hagamos una cabal idea de lo que les sucede a los demás y de lo que podríamos alcanzar juntos. Leer mucho es un respeto preliminar y necesario para captar la complejidad de lo humano, que es algo más que un amasijo de deseos e intereses. A lo mejor hay que dejar de echarle la culpa al infame gobierno de turno o a «la sociedad actual» y otras abstracciones y demostrar que se es libre poniéndose a la tarea. Si el saber, como creemos, es poder, ¿vamos acaso a dejar en manos de otros la expansión de nuestros poderes?

David Cerdá
Soy economista y doctor en filosofía; consultor en gestión, innovación y personas, conferenciante y profesor en escuelas de negocio. Escribo (con Ética para valientes, 2022, serán siete 'hijos') y traduzco (más de una veintena de títulos: Shakespeare, Rilke, Deneen, Furedi, Tocqueville, Stevenson, Lewis, Ahmari y McIntyre entre otros). Más información en dcerda.com