Qué tiempos aquellos en los que, recién salida de una dictadura, casi toda España votaba en paz elección tras elección. Cada una, igual que la anterior, fiel al tópico de “fiesta de la democracia”, precedida por una campaña electoral tediosa y predecible. Aburrida como la rutina que se extraña aún después de haber sido olvidada.
Cuatro décadas de costumbre nos han familiarizado con las urnas quién sabe si en demasía: la democracia ya no es festejo ni las campañas, trámites. Desde 2004, desde el 11 de marzo de 2004, lo ayer festivo es hoy trance incómodo, de esos que uno intenta pasar rápido para habituarse cuanto antes a la molestia. Hasta aceptarla. Desde 2004, cada día de campaña electoral es una emboscada. Dos semanas en vilo, de tensión y desconfianza. Larga espera del sobresalto en la que irse a la cama sin agresión, atentado o mentira de una izquierda que ha convertido el adjetivo en redundancia equivale a llegar al otro lado del desfiladero. Un respiro. Hasta la mañana siguiente.
A pesar del mantra, es decir de la televisión, el asfixiante odio y la creciente ruina no provienen de dos bandos. La miseria material y, aún más, moral que ensucian la política y la sociedad españolas son la expresión del pertinaz desprecio de lo que queda a la izquierda de la razón por unas reglas del juego que considera obstáculos para su llegada al poder. Cuando su verdadero estorbo es la realidad. La condición humana contra la que vive. La libertad.
Sobres con balas indetectables. Una navaja enviada por un pobre hombre. El obsceno uso del rencor. Debates teatrales. El ruido. Vestiduras rasgadas. Fariseos tratando de arrastrar hasta 1936 a millones de habitantes del lugar de España en el que, como escribe Andrés Trapiello en su magnífico “Madrid”, se comprendió “mejor y antes que en otras ciudades estancas, emponzoñadas por unos recuerdos permanentemente en rescoldos, que la manera de salir adelante era no mirar demasiado hacia atrás, que el olvido es tan necesario como la memoria, y que un exceso de memoria daña la vida”.
Como siempre, y más que ninguna parte, Madrid es hoy refugio al que llegar y en el que ser desde cualquier provincia o del otro lado del Atlántico. Un Manhattan más humano, más a la medida del hombre. Hasta más en español. Madrid es las acciones cotidianas de millones de personas a las que nadie pregunta de dónde vienen. Ni a dónde van. Ni por qué. Si llegan par alejarse del nacionalismo o del comunismo. O para acercarse a alguien. O sólo –¡sólo!– para ser libres. Para salir adelante, para prosperar, para olvidar sanamente. Para vivir.
Según todas las encuestas, el próximo 4 de mayo, el Partido Popular y Vox superarán por mucho a una izquierda empecinada en hacer de un lugar, es decir de su gente, lo que no es. Así será, salvo que alguno de estos días llegue el sobresalto. Insignificante y falso, y los medios lo retuerzan y repitan cuando no haya margen de actuación. Otros sobres con balas. Otras navajas. Algo peor. Tal vez el voto por correo, en torno al que crecen las sospechas. Hasta entonces, la espera de lo inesperado.
“Vota con todas tus fuerzas”, decía un eslogan de Zapatero, sólo capaz para la propaganda. Muñidor de esta España vil en lo político y triste en lo social al que nunca apoyó Madrid. El lugar, según Trapiello, “donde antes se olvidó la guerra”. Voten, pues, los madrileños contra el viejo odio y el nuevo tedio. Contra las ligeras piedras y las pesadas mentiras. Por el sano olvido. Por estar mañana mejor que ayer. Voten con todas sus fuerzas. Y con las nuestras.