En la primera propuesta de cine, sobre Los mejores años de nuestra vida, para tratar la idea de recomenzar, puse encima de la mesa uno de los temas de más compleja gestión tras un conflicto bélico: el regreso a casa y la reintegración en la sociedad. Ahora bien, tal fenómeno, afortunadamente, no se trata sino de una nota a pie de página en nuestro tiempo: el estallido de guerras, si bien nunca descartables dada nuestra imperfección humana, no se presenta en nuestro presente —occidental— como una opción probable. Por tanto, se hace más necesario contar con algún otro ejemplo cinematográfico donde reflejarnos con más facilidad en ese perseverante recomenzar. Necesitamos un hombre corriente que se enfrenta a situaciones diarias más habituales.

¿Quién no piensa con frecuencia en proyectos de vida, planes o iniciativas con que llenar los estantes de su infancia, juventud y edad adulta? En ocasiones podemos pasarnos toda una mañana de sábado planificando nuestro viaje de ensueño a los Cotswolds o una cena en El Castizo que pasará a los anales de nuestra propia historia. Es normal, pues nos encanta que nuestras experiencias salgan a la perfección, sin manchas de imprevistos, previendo absolutamente todo para que salgan planes impolutamente bien organizados. Sin embargo, nos rodean las involuntariedades y las circunstancias inesperadas.

Un hombre común en el que podemos proyectarnos, con quien podemos identificarnos, es George Bailey, protagonista de Qué bello es vivir (1946). El personaje interpretado por el gran James Stewart vive historias que bien podrían estar protagonizadas por nosotros. Por ejemplo, sus ganas de conocer mundo se echan a perder cuando su padre fallece y se ve obligado a continuar el negocio bancario familiar. Y no es la única eventualidad imprevista que experimenta. También cuando, al dirigirse a su luna de miel recién felizmente casado con la dulce Mary interpretada por la fantástica Donna Reed, una avalancha de clientes ansiosos por retirar sus fondos obliga a ambos a un sacrificio: destinar el dinero del viaje a los bolsillos de los lugareños de Bedford Falls para salvar la empresa de empréstitos. No será la última vez que tenga que enfrentarse a esos frecuentes imponderables de nuestro día a día.

Esta película, dirigida por Frank Capra, otro celebérrimo director, suele destacar en las conversaciones y críticas cinematográficas por su impronta navideña —¿qué año no es proyectada en la televisión? Y que siga siendo así—, pero pocas veces se repara en otros mensajes algo más ocultos. Uno de ellos es, indudablemente, la capacidad de Bailey de, digamos, reinventarse ante los distintos giros vitales. A pesar de darse de bruces una y otra vez con acontecimientos con los que no contaba, el personaje de Stewart logra reiniciar sus planes guiado por una mezcla de sentido de abnegación hacia la comunidad y amor por sus más queridos.

Ahora bien, la tentación siempre acecha y Bailey sufrirá una crisis que le lleva a replantearse su propia existencia: ¿merece la pena seguir viviendo, en el fondo, seguir recomenzando tras las caídas? Aún más, ¿y si su nacimiento es la causa de ciertas cargas y dificultades para su esposa, sus hijos y sus amigos? ¿Vivirían mejor de no haber llegado al mundo? Ahí dejo las preguntas para, espero, haber picado la curiosidad del lector. Son interrogantes que, con mayor o menos frecuencia, también nos pueden golpear a nosotros en momentos de agotamiento físico y, sobre todo, espiritual.

Sin embargo, la película termina bien. Y muy bien, diría, porque George Bailey aprende que nuestra existencia tiene un sentido, incluso cuando las peores circunstancias que nos rodean invitan a pensar lo contrario. Advierto que, probablemente, terminen como servidor cada vez que la ve en los días previos o posteriores a Navidad: visiblemente emocionado y eufórico. Nota mental: he de aprenderme de una vez por todas la letra del Auld Lang Syne.