La guerra ha sido llevada a la gran pantalla en multitud de ocasiones y con el fin de provocar en el espectador variadas reacciones: el horror, la épica o el amor a la patria son algunas de ellas. No obstante, la película que aquí mencionaré pretende ofrecer una moraleja: concienciar sobre el complejo encaje del militar en la vida civil tras el fin del conflicto.

En Los mejores años de nuestra vida (1946) los tres protagonistas reúnen las principales características de todos esos soldados y oficiales estadounidenses que volvieron a casa tras años de duros combates e imborrables recuerdos: Al Stephenson, un padre de familia que partió al frente dejando atrás a su esposa y sus dos hijos, ahora irreconocibles en su incipiente juventud; Homer, un joven marinero cuyas prótesis en los brazos le provocan extrañeza e incomodidad ante sus seres más cercanos, especialmente su novia; y el capitán Fred Derry, un hombre de raíces familiares humildes que nada encuentra en común con la chica con quien contrajo matrimonio antes de marchar al campo de batalla.

A través de estos personajes, el director William Wyler, quien también experimentó en sus propias carnes el enfrentamiento bélico, cuenta una historia de confusión y desencanto ante la realidad, aunque con luz al final del túnel. Los protagonistas no logran hacerse a la idea de la cotidianidad. En los primeros compases de cada historia el espectador es testigo de los habituales episodios postbélicos de los combatientes que regresan a casa: las pesadillas y consecuentes desvelos nocturnos, el ahogamiento del malestar en whiskies y ron o la inestabilidad laboral. La ilusión por retomar sus quehaceres y regresar a la normalidad se torna, poco a poco, en pesadumbre y miedo. No obstante, y sin ánimo de destripar la película, sepan que la desesperanza no tendrá la última palabra y todavía les quedarán los mejores años de sus vidas. Por si los motivos para lanzarse a por ella fueran insuficientes, en el episodio correspondiente de ¡Qué grande es el cine!, José Luis Garci citó al gran Billy Wilder: tras ver la obra de Wyler la bautizó como «la mejor película dirigida de la historia del cine». Ahí queda eso.

La película, en fin, sin caer en sensiblería ni edulcoraciones, muestra un gran afán por vivir y salir adelante tras las penurias, sean grandes o pequeñas. La mejor manifestación de este espíritu lo tiene, quizás, el marinero Homer, quien en una escena señala, con una enorme sonrisa en su semblante, que con sus garfios puede «marcar números de teléfono, puedo conducir y hasta puedo meter monedas en las máquinas de discos». O Milly Stephenson, esposa de Al, quien reflexiona que los matrimonios felices no son aquellos sin problemas ni dificultades sino quienes se quieren hasta las últimas consecuencias, se sostienen el uno al otro en las noches oscuras y se perdonan continuamente sin importar «cuántas veces tuvimos que enamorarnos de nuevo desde el comienzo». De filmarse hoy una nueva versión, influida por las convicciones predominantes de la sociedad, me temo que el guion probablemente estaría inundado de victimismo, nihilismo y fatalismo.