A finales del siglo XII, el príncipe Ígor, príncipe de Nóvgorod-Seversky, partió a la batalla contra los polovtsianos. Tuvo un mal agüero cuando alzó los ojos hacia el sol «y vio que todo su ejército era ocultado por su sombra». La expedición fue un desastre y acabó en derrota. En 1880, Víktor Vasnetsov (1848-1926) pintó un cuadro recreando la matanza. Puede verse en la Galería Tretiakov. Los rusos perdieron un combate, pero la humanidad ganó un poema de belleza deslumbrante: El cantar de la hueste de Ígor, en cuyos versos convergen las tradiciones eslava, germánica y bizantina. El príncipe arenga a sus hombres: «¡Montemos ya, hermanos, sobre nuestros rápidos corceles para ver el azul Don!». En la geografía del Cantar se cruzan los caminos de Europa Central y Oriental. En este tiempo aciago, la poesía puede ser un consuelo y un refugio.
Regreso a sus versos cada 6 de junio, cumpleaños de Alexander Pushkin (1799-1837) y Día de la Lengua Rusa. No es el texto más antiguo, pero fue el primero que leí y, como me pasa con El Mío Cid, leerlo es retornar al hogar, es decir, a la infancia. Recuerdo cómo escuchaba con mi padre las emisiones de onda corta que llegaban desde el otro lado del Telón de Acero. Rusia era la música, la literatura, la geografía infinita que iba desde Leningrado hasta el Lejano Oriente. Yo, que nunca quise ser futbolista, sí quise ser como Vladímir Arséniev (1872-1930), el explorador y cartógrafo que viajó por la región del Usuri. Allí conoció a Dersú Uzalá, su guía del pueblo nanái, animista y nómada. El libro homónimo, publicado en 1921, narra su amistad y es un verdadero canto a la naturaleza y la amistad.
También quise ser como Gagarin (1934-1968) y viajar al espacio exclamando «¡Vámonos!» cuando el cohete comenzara a elevarse. Me lo impidieron la distancia y mi falta de graduación de oficial en el ejército soviético. De todos modos, pensándolo bien, la cosmonauta Valentina Tereshkova (1937), primera mujer del mundo en viajar al espacio (lo hizo en la Vostok 6 en 1963) se ha presentado voluntaria para ir a Marte a sus 87 años. Quizás pueda hacer yo lo mismo.
No sé qué lectura me llevaría para un viaje a bondo de un cohete. Desde luego, llevaría conmigo los dos cantares (el del Ígor y el del Cid) y tal vez los Cuentos de Odessa, del gran Bábel (1894-1940), o El peregrino ruso para aprender a rezar la oración del corazón en el silencio del espacio. Sé que no me llevaría a Pushkin porque para leerlo me visto de etiqueta. Tampoco me llevaría a Ájmatova (1889-1966) ni a Tsvetaieva (1892-1941) porque sus textos, los que necesito para la vida, ya me los sé de memoria. «Y entonces algo como una sonrisa asomó a lo que había sido su rostro». Hoy no es preciso decir más. Déjenme silenciar el horror del pasado y del presente por un día.
Estoy pensando que tampoco sé cómo veré yo Rusia desde el espacio. Seguro que no se verán las catedrales del Kremlin ni las de San Basilio ni la de la Sangre Derramada. Supongo que tampoco se verán el Volga, ni el Don, ni el Dnieper. Tal vez no vea nada porque lo cubran las nubes que anuncian la tormenta, la ventisca y la nevada. A lo mejor sólo se vislumbrará un blanco manto de nieve y tendré que imaginar las chimeneas, los trineos y las criaturas mágicas del folklore que recopiló Afanasiev (1826-1871). Me faltarán palabras en ruso para describirlo: «krasivaia», «prekrasnaia»… Definitivamente tendré que aprender más antes de emprender mi viaje.
Hasta que pueda ir al espacio tendré que conformarme con viajar en tren por Rusia. Por otro lado, nunca se sabe cuándo puede irrumpir lo maravilloso en nuestras vidas. En el verano de 1900, en la estación moscovita de Kurski, Borís Pasternak (1890-1960) conoció a Rilke (1875-1926), que era amigo de su padre, Leoníd Ósipovich Pasternak (1862-1945). Cuenta Mauricio Wiesenthal en su monumental biografía del poeta praguense que «Rusia fue el gran acontecimiento de su ser y de su existencia». No me sorprende. Rusia es tan grande y son tantas sus estaciones… En cualquier lugar puede irrumpir lo maravilloso.
Pero, como recordaba Melville (1819-1891), podemos travesar océanos y también bibliotecas. Hoy celebramos el Día de la Lengua Rusa. Es una buena ocasión para ponerse en marcha. Cualquier punto de partida puede ser bueno: las canciones, los trabalenguas, la caligrafía, la poesía… Adéntrense en el mundo de la cultura rusa, cuya lengua hablan hoy casi 260 millones de personas en el mundo. Acompañen a Pushkin en su camino a Arzum durante la campaña de 1829. Háganse a la mar con la flota imperial del Báltico, que recaló en Vigo camino del mar del Japón, por cierto. Cabalguen junto al príncipe Ígor camino del Don sabiendo que, en sus versos, no corren peligro alguno y que junto a él sólo encontrarán belleza.
Que Tolstoi, Dostoyevski y Solzhenitsin les sean propicios.