Mensualmente, mi madre, maestra de infantil, escribe una columna escolar en la revista de su escuela sobre multitud de cuestiones. Todas ellas comparten de fondo la educación de los más pequeños: desde la importancia de dejar nacer el asombro en los niños durante su infancia hasta por qué es necesario dejar que cometan errores para aprender de ellos (no nos gustan los padres helicópteros).

M. también recomienda libros para los padres, los niños y los alumnos de cursos más avanzados. Generalmente apuesta por lecturas propias, pero también se apoya en este humilde aprendiz de lector para hacer las sugerencias. No es tarea fácil. Animar a alguien desconocido a sumergirse en una novela o en un ensayo es harto complicado ante duros contrincantes como TikTok e Instagram. Sin embargo, el ejercicio es apasionante. Uno se ve obligado a recordar buenos libros: ¡hay pocos placeres mayores!

Hace unos días, M. me pidió consejo sobre qué tres películas recomendar en la revista. Nuevo encargo desde la dirección docente. A los textos breves, pero llenos de sabiduría y finura, y las recomendaciones literarias, se añaden ahora también largometrajes. Ojo al reto. Creo, sinceramente, que M. dentro de poco podría disputarle el puesto a algún columnista de El Cultural. Dicho sea de paso, hace una labor excelente en pro de esos libros, y ahora también filmes, que están enraizados con fuerza en un sentido armónico de lo bueno, lo verdadero y lo bello. Algo cada vez más difícil de encontrar en la oferta cultural actual, especialmente para los infantes. «Leer a los clásicos y, ya también, ver a los clásicos es un arma cargada de futuro y de defensa personal», dijo recientemente nuestro egregio poeta burroflautista. M. es consciente de ello y así lo refleja en sus sugerencias mensuales.

Con que yo, siempre aspirando a ser un buen hijo, acepté el desafío y me puse a pensar en tres películas que respondieran con un sobresaliente a estos requisitos de civilización. Lo primero fue el nexo común entre ellas: sobre qué queríamos que hablaran. Como el número de la revista era el primero del curso, el chispazo fue inmediato: recomenzar.

Recomenzar es algo tan nuestro, tan humano, como para el sol son los amaneceres: todas las mañanas se dispone a iniciar un nuevo día. Los reinicios no deberían asustarnos. Más bien, llenarnos de gozo. En el fondo, tienen algo de regalo. Es un verdadero presente la posibilidad de poder volver a levantarse tras la caída. A lo largo de nuestras jornadas, meses y años, los recomienzos son constantes: abandonar un trabajo para empezar otro, pedir perdón o retomar el gimnasio (ese eterno recomenzar). Si en algo nunca se pierde la esperanza de recomenzar es en regresar algún día al Espartaco de dos calles más abajo.

En el cine, claro está, los recomienzos son un subgénero muy frecuente. Esos personajes que nacen de nuevo para recuperar el curso de su vida, esas historias de superación tras la catástrofe, esas luchas para salir adelante después de sufrir un embate. Hollywood y la industria del cine, en general, contiene ejemplos innumerables. Durante las próximas semanas, aquí hablaré de tres clásicos que, además de ser verdaderas obras de arte cinematográfico, representan buenos casos de recomienzos.

Hagan palomitas y acomódense en sus butacas.