Resulta curioso que el Partido Republicano tenga tan mala prensa en lo referente a la política internacional. Hace ya varias décadas desde que se presenta a los Republicanos como violentos y extremistas, racistas o intervencionistas e, incluso, como imperialistas. Estas afirmaciones tan graves quedan muy bien en el papel y cumplen su función, y los Demócratas las repiten hasta la saciedad porque, si se reproduce lo suficiente, una mentira se convierte en verdad. Ya desde los años 60, en un magistral ejercicio de manipulación masiva de la historia y la realidad —misma cosa—, los Demócratas lograron que la sociedad asociara el Partido Republicano con los confederados, el Ku Klux Klan y la segregación racial.
No pretendo detenerme ahora en este asunto, porque es un tema que tiene su importancia y requiere una explicación más detenida. Mi punto es que los Demócratas están acostumbrados a manipular, que saben hacerlo, y hacerlo muy bien.
Porque la realidad es otra: no son los Republicanos, sino los Demócratas, quienes pecan más de intervencionismo, tanto fuera como dentro de sus fronteras nacionales, tanto en la economía propia como en la de terceros países y, generalmente, sin ningún atisbo de rubor. De las últimas guerras en las que ha luchado Estados Unidos, prácticamente dos tercios ocurrieron mientras el Partido Demócrata controlaba no sólo la Casa Blanca, sino también el Congreso: la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de Corea, la Guerra de Vietnam, las intervenciones en Bosnia y en África durante la presidencia de Bill Clinton, los conflictos de Siria y Libia del premio Nobel de la paz, Barack Obama, y su vicepresidente, Joe Biden. Parece que, de nuevo, la realidad se impone ante el relato, y lo pretendido se desmorona frente a los hechos.
No entro en considerar si estas guerras fueron o no legítimas —no busco justificar o condenar las acciones de los Demócratas—, sino remarcar la realidad de los hechos. Y los hechos indican que no son los Republicanos quienes más intervienen en el extranjero, pese al discurso generalizado.
Y esto tiene sentido porque, como ya mencioné en un artículo anterior, los conservadores suelen más defensivos que agresivos, ya que están más volcados a lo interior, a esos valores fuertes de R. R. Reno y Buxadé: patria, familia, religión. Los miembros del Partido Republicano creen en su mayoría en el excepcionalismo estadounidense, pero esa creencia no da como resultado un proselitismo que les lleve a intervenir, porque entienden su superioridad como algo que conservar y que les aleja del resto del mundo, y no como algo que les empuje a extender su religión civil —pulsión que sí experimentan los Demócratas. Los Republicanos, en este sentido, se encuentran más cercanos al providencialismo de los mitos fundacionales de la nación: Estados Unidos surgió de una huida, la de los puritanos expulsados de Gran Bretaña, que encontraron en el Nuevo la tierra soñada donde desarrollar los planes de Dios escogidos para ellos, lejos de la corrupción del Viejo Continente, y establecer su nuevo orden (novus ordo seclorum). Por tanto, Estados Unidos se configura en su mente como una nueva arca diluviana, y su deber es poner a «América primero» para lograr mantener su proyecto divino sin mácula, fuera del alcance de las tendencias corruptoras.
Este carácter lleva aparejado un respeto por otras naciones, por considerarlas también dueñas de su propio destino, o, en su defecto, cierta indiferencia por una superioridad moral mal entendida. A pesar de no dudar en que Estados Unidos es mejor y superior, normalmente esto no lleva al Republicano a erigirse como juez y árbitro internacional: el mundo no es algo que conquistar, sino algo que rehuir: Estados Unidos debe mantener su postura firme como ciudad en la colina y eso, a veces, implica cerrarse en banda para contener fuera del torrente sanguíneo los venenos de la corrupción. Por supuesto, Estados Unidos sigue estando en el mundo y, por tanto, conviene hacer de éste el lugar más seguro posible, pero esta seguridad no se mide con la misma regla dentro que fuera de las fronteras. Y no es hipocresía, sino entender que no todos somos iguales: el reconocimiento de la diversidad real entre las culturas y civilizaciones de nuestro mundo.
Precisamente por esto, Trump, paladín de los dioses fuertes, fue más dado a las relaciones internacionales bilaterales, de tú a tú, controladas, que a un multilateralismo descontrolado y supeditado a foros de diálogo en organizaciones internacionales hipócritas, obsoletas o ilegítimas. Porque lo de Ucrania con Trump no pasaba, y esto con Trump no hubiera pasado. En una conversación de tú a tú es mucho más fácil entender a tu interlocutor y adecuar tu mensaje de forma que también él te entienda: es más fácil mantener un diálogo provechoso y claro, y lograr llegar a un acuerdo. En una sala con veinte delegaciones, 19 de las cuales tienen una posición común, es natural que la delegación restante se sienta amenazada y mantenga una posición a la defensiva, cerrándose en banda a los compromisos que el grupo dominante se sienta con derecho a exigir.
El Primer Ministro de Hungría, Viktor Orbán, otro hombre fuerte y que ha sido muy criticado durante estos días, parte de una situación desconocida para Europa Occidental. Orbán sabe que Rusia, asediada en la mente de su sátrapa desde la Alianza Atlántica, se siente cada vez menos cómoda y más amenazada por un Occidente crecido. Ante esta situación, se plantearon dos exigencias, que ya estaban recogidas en parte en acuerdos preexistentes: que la OTAN no siguiera su expansión hacia el Este, y que Ucrania declarara su neutralidad. Para Rusia, la invasión por parte de Occidente de su espacio vital o de seguridad —una suerte de Lebensraum— amenaza su propia supervivencia como nación. La Guerra Fría terminó, pero sus réplicas todavía agitan el panorama internacional, y la propia supervivencia de la OTAN es prueba de ello. Rusia necesita un espacio postsoviético libre de injerencias de Occidente —«América para los americanos»—, pero éste no está dispuesto a dejar piedra sin remover en Europa ni a perder oportunidades de quedar como el adalid de la libertad y la democracia ante su electorado.
Y es que esta postura de Rusia no es desconocida, no es nueva. Sus representantes la defienden públicamente, y son muchas las mentes que llevan décadas advirtiendo que la expansión de Occidente hacia el Este no traería nada bueno, sino todo lo contrario. Ya en 1998 George Kennan, considerado uno de los mejores estrategas de política internacional en Estados Unidos, lo advirtió. También Kissinger, en numerosas ocasiones, como en 2014, año de la invasión de Crimea, avisó de que Ucrania nunca debería unirse a la OTAN, al igual que John Mearsheimer quien, un año más tarde, vaticinó que el acercamiento a la Alianza supondría, en última instancia, la destrucción de esta joven nación. Para Rusia, Ucrania no es Rusia, pero sí rusa. La aproximación de Ucrania a Occidente no debería haberse dado sino hasta que ésta resolviera sus mortales problemas internos: su solución no pasa por su adhesión a la Unión Europea o a la OTAN, sino por un gran acto de reconciliación nacional y una profunda limpieza interior. Europa del Este no es Occidente. Eso allí se sabe, pero aquí no.
Hungría, como toda Europa del Este, está obligada a entenderse con Rusia, incluso aunque no le guste. Lejos de las costas atlánticas, Rusia está muy presente, y su sombra no es sólo una amenaza abstracta, sino una muy real y muy cercana. Europa del Este está sola, siempre lo ha estado, y lo sabe. La seguridad europea siempre ha sido una quimera, el sueño de una noche de verano de pequeños emperadores europeos, que creen tener voces especiales y alimentan a su ego al ser recibidos en grandes mesas de negociación para hablar de geopolítica sin alcanzar acuerdo alguno. Europa del Este combate una lucha diferente a la que se combate —a duras penas— en Europa Occidental. Porque en Occidente, el enemigo principal es el propio Occidente.
La Unión Europea clama por el multilateralismo y el diálogo, pero no es más que una jaula de grillos, un espacio plagado de reinos de taifas con sus reyezuelos con sueños imperialistas y egos más grandes que sus propias naciones. Se clama por el multilateralismo, pero, al mismo tiempo, se sigue avanzando en la obscena federalización de Europa, acelerada gracias a la crisis sanitaria y a unos poderes excepcionales que los dedos de los gobernantes europeos no tocaban desde hacía décadas. La hoja de ruta está marcada, y Bruselas lleva velocidad de crucero. Su plan pasa por una brutal homogeneización: la eliminación de cualquier diferenciación entre las culturas europeas: nuestra propia identidad. Como si de Saturno se tratara, Europa también devora a sus hijos.
Europa se autodestruye y se ocupa en cuestiones de elevadísima importancia, como la transición verde, la peligrosidad de mencionar la palabra «Navidad», consagrar el derecho a matar al no nacido o al ya considerado inútil o asegurar que el burka es belleza y diversidad, mientras Esteban Pons viaja a Varsovia para tutelar —destruir, si somos francos— al Gobierno de Polonia. Dos Gobiernos democráticamente elegidos son castigados por la capital de los que escapan de los mecanismos democráticos nacionales. Cuando el 24 de febrero el Ejército ruso invadió Ucrania, Polonia llevaba ya meses advirtiendo de la situación. Estados Unidos también, pero sin hacer nada para evitar el estallido del conflicto. Bastante tiene el Presidente con recordar a quién está enviando armas, si a los ucranianos o a los iraníes.
Y esto último resultaría gracioso, si no fuera tan terrible, especialmente al compararlo con lo que ocurrió tras las elecciones presidenciales de noviembre de 2020, cuando tantos se levantaron, histéricos, pidiendo una intervención que evitara que Trump mantuviera su acceso a los botones nucleares, como si fuera un loco capaz de desatar la Tercera Guerra Mundial tras cuatro años de conquistas diplomáticas. Porque Trump logró entenderse con el sátrapa de Rusia, dialogando de tú a tú y con respeto, pero sin ceder ni un ápice en sus líneas rojas; logró entenderse con el dictador de Corea del Norte; y logró, probablemente su mayor conquista, que Israel y los países árabes comenzaran a entenderse, si bien es cierto que con daños colaterales para terceros países. Entre ellos, una España que, gracias a la inoperatividad internacional de un Gobierno comprometido, vio debilitada su posición respecto a Marruecos. Pero el lema de Trump era «América primero» y, en ocasiones, para proteger el presente, hay que comprometer el futuro. Y todo esto lo logró Trump fuera de los foros internacionales y alejándose de los acuerdos establecidos, en la línea de su realidad: un outsider de un establishment acomodado. Trump no jugaba con las reglas de siempre.
Como demostró la Cumbre de Madrid del pasado enero, que reunió a representantes de más de una decena de países europeos, no existe contradicción alguna entre reivindicar retomar el destino de la nación y la recuperación de la soberanía ante la deriva federalista de Bruselas, y poder llegar a acuerdos de forma multilateral basados en una cooperación libre y en un respeto mutuo. Defender la soberanía no es defender la autarquía.
Que los demócratas han conducido a Estados Unidos a más guerras que los republicanos es tan innegable como que los años de Trump fueron años de paz y de distensión internacional. Nada más lejos de un loco peligroso.
Lo de Ucrania con Trump no pasaba.