En la jerga de los politólogos se conocen como elecciones de «segundo orden» aquellas en las que el resultado importa poco, y suscitan menor interés entre la población en general. Esa falta de interés conduce, por un lado, al aumento de la abstención, en tanto que los votantes no perciben un impacto real o directo sobre sus vidas y, por otro, a apoyar opciones políticas que no encontrarían un respaldo mínimamente reseñable en unos comicios de naturaleza nacional.
Esta realidad favorece que, en un proceso electoral como el actual, en el que se nos convoca a elegir nuestros representantes en un desconocido y —aparentemente— lejano Parlamento europeo, aparezcan figuras ajenas a las estructuras propias de los partidos, con motivaciones dispares e intereses marcadamente particulares.
La estrategia no es nueva ni original. José María Ruiz-Mateos, asfixiado por la persecución implacable a la que fue sometido por el gobierno del PSOE —que entonces capitaneaba con mano de hierro Felipe González— buscó refugio en su acta como eurodiputado en los comicios de 1989. El 15 de junio de aquel año, después de una peculiar y pintoresca campaña, consiguió dos escaños y la inmunidad judicial.
Tampoco el personalismo como bandera electoral resulta extraño al votante español. Quizás el caso más elocuente fuese el de Jesús Gil y su GIL (Grupo Independiente Liberal), que estuvo al mando de Marbella durante más de una década, sin olvidar a Mario Conde, que aspiró a la Moncloa con el Centro Democrático y Social, e incluso a la Xunta de Galicia, con menos suerte que el expresidente del Atlético de Madrid o que el fundador de Rumasa.
Los últimos personalismos frikis
Las elecciones europeas, en cambio, sí fueron el trampolín de Pablo Iglesias y Podemos, que el 25 de mayo de 2014 consiguió cinco diputados y su ansiada relevancia mediática a escala nacional.
En esta convocatoria, quien busca su asiento es Luís Pérez Fernández, Alvise, que a través de su plataforma Se acabó la fiesta, pretende alzarse con el escaño que le granjee el aforamiento que le blinde ante la multitud de denuncias que acumula. Éste es el objetivo que, según él mismo ha manifestado y confirmado, persigue.
El personaje, como quienes lo precedieron en estas aventuras, es singular. Sin más estudios que los escolares, medró en el Unión, Progreso y Democracia de Rosa Díez hasta su desaparición, para pasarse a Ciudadanos, de la mano de Toni Cantó, en la Comunidad Valenciana.
Fracasada su andadura entre los nuevos partidos, pasó a ser, según él mismo se define, un «analista y consultor», si bien su actividad se ciñe a las redes sociales. Desde ahí, ha venido publicado informaciones, fotografías y datos privados de políticos, empresarios y otros personajes que él considera corruptos, aunque, ni todo lo que expone está contrastado, ni, en muchos casos, son noticas propias, según algunos medios han reivindicado.
Entre sus puntos más oscuros, probablemente, esté su financiación. Presentarse a unas elecciones es muy caro, y la cuestación popular no deja de ser más que una limosna entre tanto desembolso. Ruiz-Mateos, Jesús Gil o Mario Conde venían de triunfar en la empresa privada, y no había dudas respecto de dónde salía la guita para pagar la fiesta. De Alvise sabemos que quiere acabar con la fiesta de los demás, pero no quién costea la suya.
Detrás de la respuesta a esa cuestión, estaría la siguiente gran incógnita que envuelve al personaje: Cui prodest?, que diríamos en un proceso Penal: ¿a quién beneficia?. La pregunta es obligada: ¿a quién beneficia que entre en liza un individuo de estas características y con ese recorrido? Sin duda, a quien saca rédito del perjuicio que la candidatura de Alvise pudiera provocar en los contrarios.
Más allá de las características propias del personaje que, entiendo, deberían dar que pensar a sus seguidores, sería conveniente que éstos se planteasen lo que supone respaldar con su voto a Alvise, y convertirlo en diputado del Parlamento Europeo.
El apoyo electoral a estos proyectos personalistas, carentes de cualquier sustrato de ideas o principios rectores, supone la entrega de un cheque en blanco a la sola voluntad de un individuo que, como ha reconocido, actúa desde una motivación netamente personal. Sin programa electoral, se desconoce si Alvise, por ejemplo, se declara partidario del Estado de las autonomías, opta por el federalismo o se decanta por la recentralización de las competencias; no se sabe cuál es su postura frente al globalismo que arrasa a las naciones soberanas, o si en el terreno económico se define como liberal, intervencionista, proteccionista o socialdemócrata.
Porque Alvise, como todos los que hicieron de su rostro el logo del partido, centra su propuesta en su persona, sin que aquél que pretenda optar por él, sepa a qué atenerse.
Quizás sus seguidores deberían saber que en el Parlamento Europeo, los diputados se reúnen en grupos políticos (hoy hay siete), y que se precisan 23 miembros para constituir un grupo político que, a su vez, deberá representar, al menos, la cuarta parte de los Estados miembros (siete).
Los diputados que no pertenecen a ningún grupo político forman parte de los no adscritos. Ese será el lugar que, eventualmente, ocupe Alvise. Así, Fernández tendrá unas funciones y una influencia muy limitadas dentro del Parlamento, y que no contará con ningún apoyo en las votaciones. Él lo sabe, pero no parece importarle. De tal modo, aunque cuente con su acta de eurodiputado español, su presencia en Europa no va a beneficiar a España ni a los españoles en modo alguno. Y eso tampoco parece importarle.
Una encrucijada histórica
Europa se encuentra en una encrucijada límite, en la que está en juego la esencia misma de lo que ha venido siendo durante siglos, y lo que ha supuesto para el resto del mundo.
La invasión migratoria, fomentada desde las mismas estructuras comunitarias por la unión del Partido Popular de Von der Layen y los socialistas, han provocado la islamización de ciudades enteras, sin que parezca que pueda ponerse límite ni control; la imposición de la ideología woke, con sus asociaciones, plataformas e instituciones a cargo de fondos europeos, ha minado la vida y la familia como nunca se había visto en el Viejo Continente; el avance implacable de la Agenda 2030 («no tendrás nada, y serás feliz»), que ha conllevado la desindustrialización nacional y la agonía de nuestra agricultura, amenaza seriamente el estilo de vida que hemos conocido hasta ahora.
Con la mirada puesta en España, y en un momento en que nuestra soberanía, nuestra agricultura, nuestro tejido industrial o nuestras fronteras están ante gravísimos riesgos, en gran medida por las decisiones que emanan de Bruselas, estas aventuras personales, fruto de un ejercicio de egolatría desmedida, irresponsable e infantil, que únicamente buscan el beneficio propio, se antojan prescindibles, innecesarias, y en cierto modo, nocivas y perjudiciales para el bien común.