En mi último artículo hice referencia a que, tras el Gamergate, la nueva derecha propuso la mofa y el meme frente a la gravedad falsaria y la seriedad fingida del establishment, pero es cierto que, desde algunos sectores sociales, se han venido imponiendo también la indiferencia y el humor ácido, una suerte de ironía cool frente a la importancia de las cosas.

En estos tiempos de escaparatismo de redes, muchos optan por parecer pretendiendo ser. Esta distancia actuada de desinterés supino es percibida, y no pocas veces, como un objetivo, como si el que aparentara ser impasible ante los ataques realmente lo fuera o como si negar lo que te hace daño sirviera para algo más que para alejarte de ti mismo. No es una distancia digna, sino agria y doliente. No es la gravitas romana, sino un profundo vacío existencial, y generalizado a nivel social, que anima a no entrar en el yo interior, no vaya a ser que el que lo haga se encuentre con uno mismo.

Porque en estos días de individualismo atroz, la nueva cultura nihilista, empleada hasta el extremo por las fuerzas del sistema está a la orden del día. Los conceptos graves, o dioses fuertes, como afirma R. R. Reno, fueron mayoritariamente apartados, relegados al destierro en un rincón rancio o, lo que es aún peor, resignificados conforme a los dogmas de la nueva religión social. Así, asuntos tan serios y modeladores de la personalidad como la religión o la comunidad —sea la familia, la de vecinos o la patria— son apartados, negados o transmutados, porque el ego del nuevo hombre promovido por la sociedad de consumo no necesita de nada más que de sí mismo.

Se trata de la jugada perfecta: la connivencia inexplicable de dos movimientos aparentemente irreconciliables que, sin embargo, juntos han logrado mucho más de lo que alguna vez soñaron conseguir por separado. Es la base del nuevo sistema en el que vivimos, cóctel del poder y del dinero, que bebe tanto del capitalismo de rapiña como de las corrientes de la izquierda posmoderna desestructuradora. Ambos persiguen un mismo objetivo: destruir las bases sobre las que el ser humano asienta su esencia para, una vez desconectado de todos y de todo, extraer de él lo único que interesa: poder y dinero.

Los conceptos graves son los que modelan a la persona: la familia como primera escuela y laboratorio de la afectividad humana, la comunidad como medio de integración y relación más cercana, la religión como último sustento y brújula moral, la patria como sentido de pertenencia más amplio que uno mismo. Todos estos son enemigos del sistema, porque atan al ser humano a algo más que a sí mismo, porque le dotan de unos límites naturales, de un sentido común y de pertenencia. Una mujer de mediana edad, casada felizmente y con cuatro hijos, una vivienda en propiedad y una fe que le otorgue paz de corazón consumirá lo que necesite su familia, pero eso es poco, o no suficiente. El sistema se nutre de eternos insatisfechos.

Estos grandes valores chocan con su plan, por eso dan pábulo a la cultura nihilista, de total desconexión, de deshumanización del ser humano —no en vano, se habla de «individuos». Ser resistente, o resiliente, es lo cool. Pero ser fuerte e independiente no significa no contar con nadie o no mecerse con el viento, sino contar con un núcleo esencial firme —una casa con cimientos fuertes, edificada sobre roca.

Sin duda, a nadie se le escapa la enorme contradicción de este modelo, que propone una cultura hipersensibilizada, donde todo ofende, y hasta se llora por los árboles que han perdido sus ramas en una fuerte tormenta, pero que, al mismo tiempo, carece de significado profundo, de esferas perennes que escapen de la volubilidad y la volatilidad del día a día.

La venden como una cultura empática, sensible y abierta a la libre expresión, pero es falso, porque no se expresan sentimientos, sino impulsos inmediatos a un estímulo provocadas por sensibilidades a flor de piel. Porque hoy, lo más importante es ser «fiel a uno mismo» y «espontáneo», sin caer en la cuenta de que el «yo» no está en la primera reacción, incontrolable por otra parte, sino en nuestra olvidada esfera más profunda. Así, un día una Ministra se echa a llorar en mitad de un acto oficial, y luego otro día, y otro día, y otro. «Tiene permitido llorar» dicen los panfletistas. Y es cierto, tiene derecho a llorar, pero hacerlo en esas condiciones es señal de que algo va mal. Este superficialismo de lo espontáneo y lo inmediatamente sensible o emocional previene que en el ser humano cale algo, que algo deje poso en lo hondo. Previene que la persona sea consciente de que siente, de qué siente.

Como decía, el sistema se nutre de eternos insatisfechos, y el mejor insatisfecho es aquel que ni siquiera sabe qué le pasa, porque así tampoco podrá identificar su carencia interior e intentar ponerle remedio. Por eso también existe el concepto de las «microagresiones», porque son la excusa perfecta para nutrir a los descontentos. Por una parte, el clima de permanente crispación sensibloide abre la ventana a enfocar la atención en el enemigo —siempre debe existir una cabeza de turco—, criminalizando a la mitad de la población, los «privilegiados», los cuales, si sucumben ante la gran culpa que la nueva sociedad de neoinquisidores y sambenitos les otorgan, se convertirán en obsesivos inseguros sobre su derecho a hablar, a actuar o a existir. Por la otra, las microagresiones alientan y alimentan a la víctima eterna, auténtico granero del tándem dinero-poder. Y las contradicciones de la arquitectura de este aparato social no importan, porque cumple su objetivo, y porque el «individuo» no se para a cuestionarlo, sumido en el torbellino del día a día. Win-win situation.

Lo curioso es que, en esta cultura de agravio fácil, las ofensas reales pasan desapercibidas, maquilladas como ejemplos de humor ácido, siempre nacidas del mismo sector, y siempre dirigidas a la misma dirección. Pero, al mismo tiempo, ofende hasta el emoji de un revólver, que debe ser sustituido por uno de una pistola de agua, no vaya a ser que el usuario lo emplee mal. Es como quien, cuando tiene un hijo por primera vez, inunda su piso de esquineras. Pero resulta que somos adultos, no bebés, y que ni el Estado ni las compañías privadas son nuestros padres.

Precisamente siguiendo esta ola de sobreprotección de los adultos se crean espacios seguros —perniciosos en el siglo XX, beneficiosos en el XXI— para disgregar por raza, etnia, sexo, género, autopercepción u orientación sexual y, al mismo tiempo, espacios inseguros, porque si un padre se opone a que en el vestuario de sus hijas entre un señor que dice sentirse mujer, está siendo un tránsfobo y, como dice Mathieu Bock-Côté, necesita una seria reeducación.

Se trata de una agenda maligna, postrada por entero al poder y al dinero, quienes no entienden de valores ni de humanidad —ni quieren hacerlo. Se trata de una agenda que busca la deconstrucción de las raíces, la pérdida de identidad de la persona y la eliminación de las comunidades de origen, en pro de la erección de nuevos colectivos, no orgánicos, sino líquidos, excluyentes y «artificiales», que agrupan individuos ateniendo a factores disociados, como si lo más determinante y esencial de un joven caucásico homosexual fuera esta última condición, o si el valor de una mujer de negra católica y madre residiera únicamente en el color de su piel, y no todo lo que le hace ser quien es.

Se trata de una agenda que busca convertir a las personas en individuos vulnerables a la pernición del sistema de la nueva izquierda y del consumismo banal y fugaz del desbocado capitalismo neoliberal. Cuando la lucha de clases demostró estar superada, crearon la lucha de sexos, de géneros, de razas y de orientaciones sexuales, reduciendo a las personas, en su enorme diversidad e infinito valor, a aspectos concretos y sin duda definitorios, pero no esenciales.

Una vez este velo cae, se nos revela de un plumazo la senda. Sin embargo, aunque pueda ser fácil vislumbrar el camino a seguir, transitarlo no lo es tanto, y no apartarnos de sus lindes es aún más complejo. Sin duda, también en este esfuerzo reside parte de la recompensa. Liberados de las contradicciones del sistema, seremos libres de vivir auténticamente, o de regresar a la esclavitud de una fría apatía. Seremos libres de permitirnos atarnos a otros, abrazándonos a esos valores fuertes: familia, comunidad, patria, religión. Alejados de las distracciones accesorias, aun en medio del mundo, seremos libres de valorarnos, con sinceridad y calma, en nuestra profundidad, y apreciar todo aquello que nos hace únicos y valiosos.

Alejandro Cuevas
Eterno aprendiz. No esperes sino honestidad, simples reflexiones y muchas preguntas de alguien que busca, como observador, comprender el mundo. Las respuestas, de momento, no las tengo.