Terminamos el artículo de la semana pasada con el estallido de un sector concreto de la juventud millennial, que pronto se viralizó y se hizo compartido generacionalmente, extendiendo sus fronteras originales para pasar a reventar el statu quo. De nuevo, la absolutización de la izquierda, su pretensión de control total, es culpable del dominio actual de la derecha en las redes y de su rearme cultural, una reacción defensiva muy fuerte surgida de unos jóvenes que decidieron pasar a la acción y que cosechó sus propios frutos. Esta derecha alternativa, de cierto carácter antisistema y contrapuesta a los neocon, considerados vendidos al Sistema y beneficiados por éste, encontró rápidamente su paladín cuando, en 2015, el multifacético Donald J. Trump anunció su candidatura a la Presidencia de Estados Unidos. Porque Trump, sin ser parte, sí representaba todo lo que la joven alt-right buscaba: una figura pública con peso, pero que no formaba parte del establishment; un outsider que destruyera, desde dentro, un sistema corrupto con pretensiones de dominar todos los campos, sobrepasando los límites naturales del Estado.
Como indica Adriano Erriguel, Trump no respondía a los estándares presidenciales, hecho que fue señalado con ahínco por el sistema y empleado en una histórica campaña de los medios del establishment en su contra. Pero precisamente fue esta nota distintiva de Trump la que le llevó la victoria: Trump no jugaba con las reglas establecidas y lo viejo no funcionaba con él. Era un líder posmoderno. No era un producto político, sino netamente cultural. No llegó al ring para competir por el Partido Republicano, sino que se valió de éste para dar su combate personal contra las nuevas fuerzas destructoras de Occidente. Tampoco era parte de la derecha alternativa, pero igualmente supo captar la vitalidad de la nueva sangre. La clave está en la concurrencia de movimientos aparentemente dispares, pero unidos por un enemigo común principal, que dio lugar a la victoriosa simbiosis política. Tanto la nueva alt-right como Trump compartían enemigo: el sistema, y supieron hacer uso de la vieja derecha, sin iniciativa, sin liderazgo y completamente en desbandada ante el imparable avance del Yes, we can.
Trump no fue sino una rebelión posmoderna, una reacción ante una izquierda crecida y creída, pero también ante la derecha vendida, como parte del mismo establishment, que no había sido capaz de defender los principios más básicos y las formas de vida tradicionales. Los electores apoyaron a Trump porque llamaba a las cosas por su nombre, porque no tenía miedo a expresar su opinión, un privilegio reservado en la Edad media a los bufones de la Corte. La imprevisibilidad de Trump, su auténtica autenticidad, es lo que llevó a que un Joker se sentara en la Casa Blanca.
Durante su campaña, Trump abrazó la nueva cultura humorística del meme, del troleo representado por la rana Pepe, porque lo advirtió como instrumento político y vehículo de comunicación alternativa, y porque ya él mismo gozaba de la espontánea libertad que Twitter brindaba a su personalidad explosiva. La nueva derecha ya había producido para entonces figuras que habían alimentado y recogido el legado del Gamergate y lo habían llevado a otras esferas: el estrambótico Milo Yiannopoulos fue de los primeros en teorizar sobre el uso del troleo y el meme como armas políticas y en practicarlo a gran escala, ante el agotamiento evidente de los cauces tradicionales por la asfixia del Sistema. Y es que ocurre que, bloqueadas sus salidas naturales, la presión contenida siempre encontrará otro camino.
Cualquiera que pase suficiente tiempo en Twitter y se fije observará ejemplos de estas nuevas formas de hacer política mediante el humor: el troleo, el meme y la desinformación se han convertido en la nueva norma en no poca medida. Por eso, un diputado millennial reproduce el himno de la Guardia Civil a todo trapo en un acto público —verdadero aquelarre— del Congreso; por eso, cientos de usuarios dan ánimos a Teodoro García Egea; por eso, la cuenta oficial de un partido nuevo llama a besarse a los líderes de los dos principales partidos históricos del Sistema.
Por supuesto, siempre hay quien se declara en contra de las nuevas formas por su controversia; quien no acepta la realidad, cambiante por naturaleza; quien no comparte el humor y se ancla en la seriedad de tiempos anteriores, clamando por la gravitas de la clase política perdida. Pero el cambio es inevitable, y uno puede tomar la ola y aprovechar su empuje; negarlo y ser un aburrido anclado al pasado: o no entenderlo y caminar a tientas —«no te lo crees ni tú, Hulio». Sin duda, hacer uso de estas nuevas formas es complicado: ¿acaso habría recompensa si fuera sencillo?
Sin embargo, no es necesario dominar por entero estas corrientes —error de manual típico de la izquierda—, sólo confluir en momentos determinados, de la forma en que la alt-right y Trump lo hicieron. Originariamente, la alt-right fue una reacción visceral, juvenil y, en principio, poco ideologizada, aunque política por naturaleza. Sin embargo, desde el Gamergate, los millennials ya han tenido tiempo para aterrizar esas ideas y pasar al campo más intelectual, más allá de los memes de ranas. A la nueva corriente de la imprevisible derecha alternativa se ha unido recientemente el humor absurdo de los zoomers, sector demográfico que ya entra en la ventana electoral, lo que ha dado un nuevo impulso a la configuración de esta inédita comunidad político-cultural. Frente al neopuritanismo moralista, la chabacanería despreocupada. Frente a la seriedad y gravedad de los jóvenes de Viejas Generaciones, la sorna y el troleo al boomer.
No significa esto que todo sea una broma y que nada se considere importante: la nueva derecha estima la seriedad, pero no la tiene por valor absoluto, y entiende el humor, o incluso la chabacanería y el bulo, como un medio y no como un fin. Que haga uso del humor despreocupado de las nuevas generaciones tampoco quiere decir que sea un movimiento cerrado: de hecho, por su carácter originariamente virtual es un movimiento convertido en transgeneracional, en el que han confluido la sabia experiencia con el impulso de la sangre nueva.
Es una auténtica guerrilla de comunicaciones, no jerarquizada y no institucionalizada, sino orgánica y autogestionada. Por tanto, de difícil control, pero que tiene, generalmente, una conciencia clara de utilidad común: no todos sus miembros están de acuerdo en todo, pero se apoya, a pesar de estas posibles diferencias, al vehículo compartido, porque se persigue el mismo objetivo: terminar con la hegemonía de la izquierda cultural. No obstante, esta naturaleza espontánea y orgánica también entraña sus peligros: mención especial al desafortunado ejemplo de gregarismo representado en Estados Unidos que sorprendió al mundo, hace poco más de un año, cuando una masa crecida irrumpió en el Capitolio de Washington y que ahora es empleado por los detractores de Trump en su contra. Algo, por otra parte, infrecuente y anecdótico en la derecha alternativa, que hace más uso del diálogo persuasivo y de la argumentación basada que del empleo bruto de la fuerza, naturaleza por la que la izquierda más la cataloga como peligro social.
Y es que, de hecho, una nota distintiva de estos nuevos activistas de la derecha alternativa, y que los aleja de los modos de los Social Justice Warriors progresistas —quienes, generalmente, tienen más problemas con la violencia— es que, a diferencia de estos vigilantes de observancia continua en frenética búsqueda del control absoluto y de los grupos revolucionarios violentos, generalmente la nueva derecha no busca secuestrar el panorama, sino abrirlo lo suficiente como para vivir en paz y no ser molestado de nuevo por las pretensiones expansionistas de la izquierda.
Se trata de una reacción agresiva, pero de carácter constructivo, que busca retornar a las posibilidades negadas anteriormente por los desmanes de una izquierda insaciable. No busca tanto imponer al otro, sino, más bien, defender y asegurar la propia libertad, con la esperanza, en realidad utópica, de alcanzar el punto en el que poder abandonar su activismo y regresar al hogar. Esto no significa que el activismo de la alt-right no plantee el uso de medios poco ortodoxos para lograr este fin deseado, catalogados tradicionalmente como sucios, pero que la izquierda globalista y los medios del Sistema nunca han dejado de emplear: el bulo, la doble vara de medir, la desinformación, la manipulación, el uso del relato, la tergiversación. Es, en última instancia, combatir a la izquierda con sus propias armas, algo a lo que la derecha tradicional neoconservadora, poco acostumbrada al barro y a ensuciarse las manos directamente, no estaba dispuesta.
Sin embargo, y a pesar de los no pocos avances, el plan no avanza al ritmo que estos nuevos activistas desearían(mos). Porque el devenir de las cosas, tristemente, parece indicar que este final feliz de un regreso victorioso a casa es difícilmente alcanzable: es casi imposible, como outsider, cambiar el Sistema desde dentro: los mecanismos y resortes están demasiado bien engrasados. Aun así, el Trump síntoma es también prueba de que existe la posibilidad, por quijotesca que ésta sea, lo que mantiene viva la llama de la esperanza —Trust the Plan. Su victoria fue imprevisible, pero demostró que la Historia no es cíclica y que el juego, con sus reglas siempre cambiantes, todavía no ha terminado.