No hay ni un solo día de 2021 en el que Enrique García-Máiquez no haya publicado al menos una pieza literaria: una columna, la crítica de una novela, un ramillete de aforismos, un poema, un haiku, una entrada de su diario. Por publicar, ha publicado incluso un libro, El burro flautista (Comares), que recoge los mejores artículos, los greatest hits, que escribió entre 2011 y 2015. A pesar de este ajetreo creativo, la conversación reproducida en las siguientes líneas discurrió tranquila, entre olorosos, los del entrevistado, y cervezas, las del entrevistador. ¡Que el lector la disfrute como nosotros la disfrutamos! Chin-chin.

El burro flautista es un libro de artículos. ¿Cómo decides cuáles sí y cuáles no?

Están allí los que resisten el paso del tiempo. Lo más duro de publicar un libro así es seleccionarlos. Hay un darwinismo salvaje. Tengo que releerlos y compruebo por mí mismo cuántos de ellos han caducado. Es un memento mori. Reunir poemas y aforismos es muy esperanzador, reunir artículos es cuaresmal. Fíjate en las fechas: en el período que transcurre entre una columna y la siguiente, hubo muchísimas —escribo a diario— que no merecieron, por pura calidad literaria, entrar en El burro flautista.

¿Conforme los releías para su publicación en el libro pensabas: «Joé, habría cambiado esto, esta palabra me chirría, esta frase…»?

Bueno. Yo en eso soy como Josep Pla. Palabra que me chirriaba, palabra que arrojaba a la papelera. He lubricado mucho la prosa.

O sea, que has retocado los artículos.

¡Incluso los he acortado! Hay muchos que artículos que han perdido un párrafo. Pero yo considero que su verdadera forma es la del libro, no la de la prensa.

¿Qué es para ti un buen artículo?

Si me lo hubieses preguntado hace seis meses, te habría dicho que un poema en prosa. Pero es que he dado con la definición de Umbral y estoy absolutamente deslumbrado. Según él, un buen artículo debe sacrificar un ensayo, un poema y una noticia. Si ese sacrificio triple no existe, no es una buena columna. Estoy enamorado de la definición: efectivamente, tiene que haber un ensayo abreviado, un poema de incógnito y también un mínimo vínculo con la actualidad.

Tú añades ―lo dices en El burro flautista― que un buen artículo puede sintetizarse en un párrafo. ¿Temes que desarrollar más la idea la eche a perder?

¡Sí! Así como hay muchos artículos que descarto por estar relacionados con una cuestión política del momento, hay otros que descarto por esto que me preguntas. Son columnas que no y que arrojo a la papelera, pero que contienen una frase que rescato para un futuro libro de aforismos.

Porque, además de artículos y poemas, escribes aforismos.

Al escribir poemas, aforismos, diarios y artículos, me siento como el guardia que había en el centro de la plaza de mi pueblo, con gorro, guantes blancos y un silbato. Pitaba y paraba a los coches, ordenaba el tráfico. Creo que yo hago lo mismo con las ideas. «Esa idea que viene por allí…, para allá como aforismo. Ésta que viene por acá…, para allá como poema. Esta otra sí vale para artículo». Un guardia municipal un poco ridículo que pita a las ideas para que cada una tome la senda que le corresponde.

Y, escribiendo tantísimo como escribes, ¿cómo haces para que no se agoten las ideas? ¿Para que no llegue ese temido momento en el que el guardia no tenga tráfico que dirigir?

Cuando hay atasco, siempre escribo un artículo sobre que no tengo idea para escribir el artículo. De hecho, me gustaría publicar un libro que se titulase «No tengo idea para escribir el artículo»; creo que he cultivado un género. También pirateo mucho. Siempre que participo en algún evento social, advierto: «Todo lo que se diga aquí puede salir mañana en un artículo». Y luego sale. Y las lecturas me echan un capote.

Sin caer nunca en la tentación del refrito.

Uf, eso es tremendo. Me recuerda muchísimo a mi madre. Cada vez que incluía en un artículo nuevo una cita ya utilizada, un chiste repetido o una anécdota que conté en un texto de hacía seis años, mi madre me llamaba inmediatamente para espetarme: «Oye, debes un poco de originalidad a tus lectores». A lo que yo respondía: «Mira, mamá, aquí la única que se lee todos mis artículos y los recuerda eres tú». Ahora, cada vez que voy a escribir un artículo y considero la posibilidad de repetir algo de otro, el simple recuerdo de mi madre me disuade. Como la madre de aquella película de Woody Allen, podría aparecérseme.

Así que nunca has refrito un artículo conscientemente.

No. Conscientemente, no. Y eso que Camba, que buen caballero era, lo hacía frecuentemente, con lo que estaría justificado por el principio de autoridad. Pero no. Lo que he hecho ―una vez, que yo sepa― es reescribir un artículo con el que no quedé del todo satisfecho y publicarlo en un medio distinto del original.

En El burro flautista dices que eso, publicar en un medio un artículo ya publicado en otro, podría concebirse como un acto de solidaridad.

(Ríe) ¡Claro! Es que hay una angustia de la que nunca termina de zafarse un columnista prolífico… Escribe mucho, pero en cada medio le lee un tipo de gente. Si bien Internet ha contribuido a arreglar algo ese desaguisado, hay personas que siguen leyendo el Diario de Cádiz en papel. «Qué pena no publicar ahí este artículo; a sus lectores podría hacerles gracia o bien», pienso a veces.

Ésa es otra. El guardia no sólo decide el género literario al que se destina cada idea, sino también el medio. ¿Cómo lo hace?

Cada caso es un mundo. A mí me encanta lo de Chesterton, que escribía un artículo para un periódico católico y otro para uno liberal y, en el último momento, justo antes de enviarlos, los cambiaba de sobre. ¿Consecuencia? Un lector desconcertado y un zarandeo de sus convicciones.

Has mencionado a Chesterton, a Umbral, a Camba. ¿Quiénes son tus referentes?

Umbral, no.

Ah.

Su definición de «artículo» me parece brillante, sólo eso. Me gusta mucho Pla, me gusta mucho Pemán, me gusta mucho Camba y nos gusta mucho Chesterton. Ésos, fundamentalmente. También hay un autor, Francisco Bejarano, que, a pesar de no haber trascendido el ámbito provincial como columnista ―sí lo ha hecho como poeta―, para mí es un maestro. Su recopilación de artículos titulada Las estaciones es una maravilla, una preciosidad.

Compartes provincia, Cádiz, con Bejarano. ¿Cómo influye tu pueblo, el Puerto de Santa María, en lo que escribes? O, por hacer una pregunta más general, ¿cómo afecta tu vida cotidiana ―tener una mujer, dos hijos, vivir en un pueblo y no en una gran ciudad― a tus textos?

Muchísimo, muchísimo. El artículo literario o la columna de opinión ―al menos como yo los entiendo― no dejan de ser la voz de un personaje. El tipo que escribe mis artículos es de pueblo, está casado, tiene hijos… Te confieso que llevo unos meses preocupado, porque mis hijos empiezan a pedirme que me abstenga de contar algunas cosas suyas en los artículos. Es el segundo tema literario que se me veda; mi mujer me prohibió hace tiempo hablar de su madre, mi suegra, la musa más prolífica que tuve nunca.

También se armó mucho revuelo cuando escribiste sobre la casa de la madre de Gonzalo Altozano en El Puerto de Santa María.

Aquello fue una revolución local: todas las solteras de El Puerto de Santa María se enfadaron conmigo por haber ofendido a Gonzalo Altozano. Tuve que escribir otro artículo como enmienda. Lo que alegaban es que, dada mi sombría descripción, nadie alquilaría la casa de la madre en verano, con la consecuente extinción de una fuente de ingresos. ¡Me acusaban de estar arruinando a una señora (a la suegra de sus sueños, más concretamente)!

Y tú, feliz, pensando: «Qué maravilla que piensen que me lee tanta gente».

¡Claro! Ahí se esconde el tesoro del periodismo: hay muchas personas que nos atribuyen una influencia que, por supuesto, no tenemos. Pero que la verdad no salga de aquí.

Volvamos a tus artículos. Siempre son alegres, por áspero o complejo que sea el tema tratado. Es como si tras todos tus textos subyaciese una celebración de la vida.

En uno de mis poemas digo que cuando estoy triste no escribo, y es verdad. Hay quien interpreta mi alegría como un signo de frivolidad y panfilismo, pero ¿qué le voy a hacer? Me río.

En El burro flautista escribes una oda al ingenuo, que no es un pánfilo pero casi.

Sí, sí. Yo soy muy partidario del ingenuo, en la teoría y en la práctica. En origen, «ingenuo» significaba nacido de familia noble. Alguien nacido en un ambiente así suele criarse entre atenciones, mimos y comodidades. Quien se ha criado en ese contexto tenderá a confiar en los demás y a vivir despreocupadamente; por el contrario, quien ha sido engañado, quien lo ha pasado mal, suele estar recubierto por una costra de cinismo y de desconfianza. Me gusta mucho el aforismo de Joubert: «Si mis amigos son tuertos, los miro de perfil». Yo digo lo mismo de la vida, que, con el ojo bueno, me guiña.

Habrá quien te vea como un pánfilo, y habrá quien te vea como un impostor, quien conciba tu alegría como una pose, como algo que no vives realmente.

Creo que las dos cosas son un poco verdad. Es verdad que soy bastante pánfilo y es verdad que me imposto. Cocteau decía que «Victor Hugo era un loco que se creía Victor Hugo». Yo soy un loquito que se ha empeñado en ser Enrique García-Máiquez.

Me tomo en serio el escolio de Gómez Dávila: «El buen escritor es el que arranca su pluma del ala de un arcángel y la moja en tinta infernal». La presencia de esa sombra es necesaria, aunque las disimules o escribas para borrarla.

¿También tienes un punto de personaje?

Te compro más la apuesta voluntarista por la alegría que lo de un personaje creado a pulso. O mejor dicho: el personaje es el medio, el fin es la persona.

Pasarías un test de sinceridad.

¡Sí! De vez en cuando sorprendo a mis lectores con un artículo amargo, porque no hay más remedio que ser sincero. Aunque también entonces trato de redimir con la alegría las realidades más oscuras.

Ahí está tu anécdota con Miguel d´Ors.

Yo había descartado un poema para cierto libro porque me parecía que no casaba con el tono festivo, alegre, de éste; pero, en el último momento, en la última corrección, lo incluí, porque el poema estaba bien. Y ahí quedó la cosa. Años después, Miguel d´Ors escribiría un poema que afeaba de aquel poema mío justo… ¡su exceso de optimismo! «Qué luminoso eres, y qué ingenuo». Bueno. Lejos de molestarme, me emocionó. Para un poeta es vital tener voz propia. Y veía que d´Ors descubría luz (demasiada) incluso en el mismo poema que yo había estado a punto de descartar por tenebroso.

Esta actitud ante la vida la compartes con Chesterton. ¿Ocurre con tus otros referentes?

Ocurre también con Pemán, que tiene algo de alegría insobornable. Es muy gaditano ver la luz en las cosas. En El Puerto y en todo Cádiz, ésa es la actitud por defecto. Y el tercer mosquetero es Mario Quintana, el poeta de Porto Alegre, precisamente, aunque nacido en… Alegrete.

Quizá todo sería distinto si tú hubieses nacido en Santander.

Claro. La alegría es una posición por defecto que en Cádiz se da incluso entre los alumnos adolescentes más malotes de mi IES. Cuando algunos colegas que imparten clase en otros lugares me cuentan las cosas que les dicen los alumnos, yo me quedo asombrado. Mis alumnos pueden ser poco estudiosos, pero siempre son simpatiquísimos, siempre ven el lado bueno de las cosas…

¿Podemos extender esa afirmación a Camba y a Pla?

Pla es graciosísimo y Camba es un escritor humorístico. Aunque he pecado (lo confieso) de un vano localismo, hay que reconocer que el humor no conoce latitudes, gracias a Dios.

Tus artículos son divertidos sin ser sarcásticos.

Acabo de leer las historias de Corto Maltés, y dice Hugo Pratt que la diferencia entre el protagonista y Shamael, otro personaje, es que uno es irónico y el otro, sarcástico. Y añade —quizá innecesariamente, porque ya le habíamos entendido— que es la misma diferencia que hay entre un suspiro y un eructo. Procuro evitar el sarcasmo, ¡incluso cuando escribo de política! Después de la metáfora de Pratt, más.

¿Te gusta hacerlo? En El burro flautista no hay artículos políticos.

Por eso de la caducidad. Te cuento una anécdota antes de responder la pregunta: un crítico me escribió hace semanas diciéndome que le había gustado mucho la música del libro, pero no su letra; vamos, que le había irritado profundamente su contenido político. ¡Me dejó perplejo!

Todo apunta a que el crítico habló antes que leyó.

O que es muy listo (como lo es). Advirtió que en el costumbrismo y la vida familiar hay un núcleo duro de visión conservadora rayana en reaccionaria. Respecto a la pregunta, los artículos políticos son un peaje inherente al oficio de columnista diario. También, lo reconozco, me hacen un favor cuando las ideas escasean. Me viene a la mente lo que decía Borges, eso de que soñaba con un mundo futuro en el que los políticos no sirvieran más que para distraer a la gente. Bueno, pues hoy sirven para que yo escriba mi artículo cuando me atasco (ríe). Son columnas que mimo menos, porque sé que van a morir en el periódico, que jamás aparecerán publicadas en un libro.

A propósito, ¿qué sentido tiene recopilar artículos en un libro? Alguien puede objetar que ya están en Internet.

El sentido último es precisamente que no lean los de Internet. Quiero que me recuerden, si me recuerdan, por los artículos publicados en los libros. Los que están en periódicos son o bien meros bocetos de los que se salvaron de la criba, o comentarios en el foro público sin más. Con las columnas que recojo en un libro, mi empeño es doble: por un lado, que éstas sobrevivan sin perderse en la masa de las demás y, por otro, que las demás se pierdan, tras cumplir su misión coyuntural, en su propia masa.

¿Por qué quieres que sobrevivan?

Son artículos que a mí, como lector, me habría gustado leer. Me da un poco de pudor confesarlo porque suena vanidoso, pero ya hemos quedado en que pasaría el test de la sinceridad.

Enrique García-Máiquez y su cruzada contra la falsa humildad.

(Ríe) Cuando alguien me elogia, yo nunca le quito la razón. Lo más probable es que me lo diga de buena fe, y la buena fe de la gente es una cosa muy delicada que debemos cuidar entre todos. A cambio, cuando alguien me espeta un «qué mal escribes», le doy la razón: «Efectivamente, hay artículos que están muy mal escritos». Cuando, al revés, canta mis cualidades literarias, respondo que sí, que aquel texto me salió muy bien. La realidad es tan vasta que es muy difícil que nadie te diga algo totalmente falso.

Hablando de buenos y malos artículos, ¿has atravesado crisis artísticas, literarias?

He pasado años sin escribir poesía, que es lo más artístico que hago. Con los artículos nunca he tenido ese problema; siempre ha estado ahí el plazo de entrega para forzarme a escribir. Sí es verdad que, cuando he releído las columnas para publicarlas en un libro, he reparado en la existencia de largos períodos ―incluso de tres meses― en los que no escribí ni una columna recuperable. O sea, que he sufrido crisis creativas sin ser consciente. Y, de pronto, cuatro artículos magníficos en una semana.

Hablando de falsa humildad…

Sí, ¡magníficos! (ríe). Esa semana estaba tocado por la vara… ¡y tampoco me di cuenta! Es algo que le habría dado mucho juego a Platón, que decía que el artista es un inconsciente, y que tiene mucho de burro flautista.

¿Te ocurre al revés? ¿Leer un artículo y concluir que no lo has podido escribir tú? Por bueno, se entiende.

Me sucede a menudo con mis aforismos: releo alguno y lo busco angustiosamente en Internet pensando que tiene que ser de otro a la fuerza. Quizá porque el aforismo es un chispazo y porque en los artículos siempre termino metiendo una gamba que hace las veces de firma. También he tenido esa misma sensación con algún poema, la sensación de que está como llevado por una música que me sobrepasa.

Pero no con los artículos, dices.

¡No! En ellos veo expresiones, frases, párrafos que me hacen exclamar «qué bien», pero otros que en seguida me devuelven a la realidad: «Qué mal, y, por tanto, aquí estoy yo mal que bien».