Cerré el segundo artículo de esta serie exponiendo que el mayor enemigo de Occidente no se encuentra fuera de sus muros, sino dentro, latente en aquellos ciudadanos que viven su día a día inconscientes de la realidad que amenaza con destruir su civilización.
Quienes no atesoran su memoria cultural o, incluso, no la reconocen, suponen una gran debilidad para Occidente, un auténtico caballo de Troya. Y esto no demuestra necesariamente la existencia de una gran conspiración, un oscuro contubernio de ácratas reunidos en arcanas logias. Nada prueba que George Soros o Bill Gates estén maquinando en sus mansiones la horrible destrucción de Occidente, pero es innegable que en el mundo actual existe una gran convergencia de intereses que espolea esta agenda entre los poderosos. Ya he escrito sobre esta gran estafa, y no me cansaré de repetirlo.
La esencia de esta terrible coincidencia es la negación de lo trascendental: sean creencias, historias, instituciones o costumbres, que son las que rigen las conductas personales y la vida en común de una sociedad. Porque estos elementos, que componen la memoria cultural, atan al individuo, a ojos de un liberasta.
Ser moderno consiste en ser libre para elegir, emancipado de todas las ataduras no elegidas, de los lazos sociales, culturales y de comunidad. El fin es la elección en sí misma: no hay órdenes superiores, sean humanos o divinos, que puedan poner coto al individuo, como tampoco hay valores fijos o verdades permanentes. Sólo existe el aquí y el ahora, lo líquido, y el deseo humano como motor de las acciones: volo ergo sum (quiero, luego, existo). Pero no es siquiera un quiero de firme voluntad; sino una apetencia maleable. Frente a lo trascendente y eterno, lo líquido y fugaz.
Occidente se construyó para trascender, y existe porque trascendió. Sin embargo, en nuestros días, pasa de ser el valor absoluto a ser un puro receptáculo compartido, casi por azar, por una serie de individuos: una zona carente de otra ley que la de la felicidad volátil e incompleta de la nueva religión materialista. En cambio, Occidente se hizo grande porque persiguió sus sueños en pos de un destino guiado por valores eternos. Siempre nuevas fronteras.
La mejor forma de asegurar la memoria cultural es a través de las pequeñas comunidades. La primera y más esencial de todas ellas es la familia, institución que hoy vive en permanente asedio. ¿Acaso no ves lo pernicioso de la inclusión de estructuras humanas, que no son familias, como tales? De nuevo, se reconvierte el significado del concepto para terminar con un valor fuerte: familia sólo hay una. Pero junto a la familia existen muchas más formas de comunidades humanas.
Hay quien afirma que para mantener la memoria cultural es necesario construir polis paralelas, orbes benedictinos, verdaderas arcas de Noé que mantengan viva la tradición cultural mientras se espera a que amaine la tormenta. Pero esta visión, por bien intencionada que sea por sus fines, presenta varias problemáticas en sus medios.
En primer lugar, porque la construcción de células cerradas impide la entrada de nuevos integrantes, es decir: básicamente condena a todo el que queda en tierra. Además, el repliegue de esta memoria cultural hacia la seguridad de la muralla, aunque sea para su conservación, deja a la sociedad huérfana, y difícilmente podrá no sólo defender, sino no sucumbir ante los ataques de sus enemigos. Es, en última instancia, sucumbir y aceptar la derrota, aunque sea ésta temporal. Siguiendo en esta línea, podría interpretarse que esta visión bebe de un pesimismo que se aleja de la Fe, pues cualquier pesimista deja de confiar. En tercer y último lugar, vivir retraído es no vivir una vida completa, más incluso en Occidente, donde las comunidades han tendido siempre a ensanchar sus espacios, no a contraerlos. Un confinamiento voluntario significaría resignarse a no trascender, abandonando parte de la esencia de Occidente. El hombre occidental vive hacia fuera y hacia adelante: siempre nuevas fronteras.
En cambio, estas polis paralelas deben ser plazas fuertes de la memoria cultural, bastiones de Occidente, pero abiertas al mundo. Como un faro, deben señalar el camino a buen puerto, y conservar y llevar la luz adonde haya oscuridad. No se enciende una lámpara para ponerla bajo el celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa.
Como ya esbocé en un artículo anterior, quizás nuestra mejor opción no es otra que intentar llevar una vida auténtica, trascendente, formando lazos y raíces allá donde sea posible, asegurando la pervivencia de una memoria cultural viva, aceptando la imperfección del mundo y la propia, abrazando nuestra condición humana y todo aquello que nos hace ser quienes somos, únicos y valiosos. Quizás, de esta forma, con convencimiento pleno y serena confianza en nuestros valores eternos, como enviados en el desierto, seamos luz de esperanza para otros y garantía de supervivencia para Occidente. Quizás, así, Occidente puede recordar qué lo hizo grande y hacerse grande otra vez: foco de cultura, de progreso, de conocimiento y de arte, pero, sobre todo, de salvación universal.