En mi artículo anterior, hice varias menciones a la memoria cultural, un concepto no tan novedoso que ahora se retoma, bajo el prisma conservador, desde ciertos ámbitos intelectuales. Terminaba haciendo hincapié en la necesidad de conservar la memoria cultural y de sostener valores y familias fuertes, como elementos necesarios para el mantenimiento y la transmisión de las naciones, en particular, y de Occidente como civilización, en general.

La memoria cultural sirve para legitimar las estructuras de las naciones. Por eso, quienes repudian las estructuras actuales, por una razón u otra, se centran con tanta inquina en destruir la memoria cultural de los pueblos. La memoria cultural es historia, rituales, los cuentos populares, música, arquitectura, fiestas locales, actos religiosos, refranes, costumbres, tradiciones. Los elementos que crean la identidad de las comunidades, que se mantiene, precisamente, a través de la repetición y la vivencia de éstos en el día a día. Es así porque la cultura necesariamente tiene que ser vivida para estar viva. Sin comunidades que la sostengan, la cultura es sólo material de museo. Y la memoria cultural legitima las estructuras sociales, pero, al mismo tiempo, es la mejor garantía de la supervivencia de la comunidad humana frente al poder.

Milan Kundera escribió que «la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido». La memoria cultural no se hereda como si fuera una reliquia familiar, no se traspasa sólo a través de la palabra, sino que tiene que ser ejercida y vivida. Esto es: tiene que formar parte activa, esencial, de la vida cotidiana, del día a día. No sólo estudiada, sino encarnada. De otra forma, la tradición será únicamente un elemento más de folclore expuesto en una vitrina. Por eso es tan esencial que las prácticas sociales recojan la memoria cultural y la compartan mediante la acción en la comunidad. No es fácil manipular a quien sabe quién es.

Con razón, todos los totalitarismos buscan romper los lazos de la persona con su comunidad, a través de la educación, la propaganda y el adoctrinamiento o de la importación de otras culturas, para diluir la memoria cultural, o de modos de vida superficiales, centrados en el modelo materialista. Y lo buscaron y lo buscan porque, en ese momento, la persona se convierte en individuo, apenas un muñeco de trapo que puede ser manejado por el poder con suma facilidad, alejado de su identidad, su comunidad y su pasado.

Lo curioso es que en aquellos países en los que los totalitarismos, digamos duros o clásicos, impusieron la destrucción de la cultura local en pro de una nueva sociedad uniformizada, los pueblos atesoraron su memoria cultural, y hoy en día la celebran como algo valioso, que merece la pena conservar y compartir. En cambio, las sociedades que han caído presa de los nuevos totalitarismos ―especialmente del materialismo liberalista― rara vez levantan cabeza, sumergidas en un estado de letargo alimentado por el hedonismo, la prisa propia del capitalismo financiero y la cultura del consumo. Sólo importa el aquí y el ahora, el fugaz instante presente del individuo desconectado, donde cualquier lazo con la comunidad, el pasado o los valores fuertes, limita su absoluta capacidad de elección.

Esta última forma de lograr la ruptura de los lazos de pertenencia es terriblemente más malvada e inmoral, pues no se lleva a cabo como el ataque de un gran poder externo sobre un pueblo, sino que tiene lugar desde dentro de la propia persona, que no duda en ceder, consciente o inconscientemente, para ya nunca más necesitar nada y ser feliz. El hombre nuevo no debe tener raíces, porque son vistas como ataduras, y no como vías de alimento esencial.

Desde esta perspectiva, es innegable que la memoria cultural es una carga, porque identifica a la persona con una comunidad y un pasado. Por supuesto, este pasado nunca está exento de juicios ideológicos, que con frecuencia valoran los hechos antiguos con la moralidad presente. Por este motivo, son muchos los ideologizados que, con una agenda política en mente, elaboran juicios del pasado, construyendo verdaderas y monstruosas mentiras históricas que, en última instancia, pretenden deslegitimar el orden establecido. «El que controla el pasado, controla el futuro; quien controla el presente, controla el pasado», decía George Orwell.

Los grandes enemigos de la supervivencia de nuestro mundo no son aquellos ideologizados que tratan de derrocarlo, sino quienes permanecen en la inopia ante esta realidad tan flagrante. La falta de voluntad de supervivencia sea por inconsciencia, complejo o desidia, es la mayor amenaza de nuestras sociedades. De nuevo, Occidente resistirá todos los ataques, salvo la pérdida de su identidad y el olvido de sus valores.